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CASA VERDE

Julia Vallejos se lava las manos en una batea tallada en piedra. No lo puede hacer a menudo porque el agua es un bien escaso.

Foto: Miroslava Fernández

Los últimos ancianos de Villa Flor de Pukara que dependen de la cosecha de lluvia

La sequía golpeó de la peor manera en que se puede lastimar a todo un pueblo: abrió las compuertas de la emigración y lo dejó solo con cuatro habitantes. Aprendieron a guardar el agua de lluvia para sobrevivir.

18 de octubre de 2021

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Leonor Miroslava Férnandez Guevara

Periodista

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Rina López Villarroel

Periodista

Con la mirada perdida en el horizonte, Julia Vallejos termina cada jornada de viento, tierra y sol agolpados en su piel, agotada por el tiempo, mirando ese camino empedrado y viejo, ese mismo camino donde ella vio la sombra de la espalda de sus siete hijos saliendo de Villa Flor de Pukara, ubicada a 100 kilómetros de la ciudad de Cochabamba (Bolivia), en el Valle Alto, buscando una mejor vida, porque no hay agua.

Para llegar a la población se tiene que ir en auto propio, pasar por Cliza y continuar más allá del asfaltado en un arduo y seco camino empedrado, a un par de kilómetros de un cartel del Proyecto Gubernamental de Mi Agua, que solo dejó tanques negros de plástico en las casas que bordean el camino, la mayoría vacíos. Así avanzamos hacia nuestro destino, doblando a la derecha en un camino de tierra, surcando dos pequeños cerros hasta visualizar una hoyada, refugio de un pequeño molino de agua que parece, al lado de un hilo café de agua, ahí es Villa Flor de Pukara, donde solo basta caminar por sus sinuosos hilos de pisadas en el suelo, para verificar que, de 40 viviendas, solo cuatro siguen habitadas.

Hace un año, el fuego arrasó con gran parte de la zona, no saben cómo empezó y no entienden por qué quemaron, si hay ya pocos habitantes. A esto se suma que las lluvias se movieron en su temporada.

Julia tiene el cuerpo frágil, pequeño pero fuerte de espíritu y, contrario a sus vecinos, ella se quedó en Villa Flor de Pukara, esperanzada, tal vez, resignada también. Vivió con su esposo muchos años, hasta el 2019 que la dejó al fallecer, con él cosechaban y sembraban su parcela, ahora la edad y la vista cansada le hace compartir (asociarse con otra persona para que trabaje su tierra por el 50% de ganancia) esta tarea. Pensativa piensa en esos días, mientras el canto de algunos pajaritos y el sonido de una radio lejana le acompaña en sus horas nostálgicas, cuando los niños suyos y los de sus vecinos saltaban la acequia, y corrían al río que es parte de la cuenca que recorre hasta el lago de la Angostura, cuando el verdor inundaba la vista.

“Todos se fueron. Me quedé sola, todos mis hijos se fueron, yo me cocino sola. Mis hijos no vienen porque viven lejos, tres están en San Cruz, uno está en Cliza. Se fueron a buscar vida para que hagan estudiar a sus hijos… Antes podía vivir con lo que sembraba, ahora ya no”.

Hace un año, el fuego arrasó con gran parte de la zona, no saben cómo empezó y no entienden por qué quemaron, si hay ya pocos habitantes, a esto se suma que las lluvias se movieron en su temporada, y es en menos meses cada año. “La gente no sabe cómo es el cambio climático, solo siente que las cosas cambian”, dice el Coordinador General de la Fundación Abril, Oscar Olivera Foronda, uno de los principales líderes de la Guerra del Agua en Bolivia, que ahora libra otro tipo de batallas, contra el cambio climático, desde el campo, con la gente que vive de su producción agrícola, con la población que persiste y se aferra a su tierra a pesar de la escasez del agua, alimento y la poca productividad agrícola, es así que vio en Villa Flor de Pukara un escenario para enseñar a cosechar la lluvia, almacenarla, administrarla y plantar los vegetales para que sean su alimento.

“Antes, los ancianos predecían el clima, podían así plantar, sembrar en ciertas épocas del año, viendo el nivel de agua de los ríos, o dónde colocaban las ranas sus huevos, así determinaban si el año sería o no seco, si habría lluvia. Hoy, esos mismos ancianos que se quedaron en estas tierras para morir en ellas, dicen que no pueden tener la capacidad de establecer un lenguaje con la naturaleza, no puede predecir qué pasará este año, no pueden establecer un vínculo con la madre tierra. Esto es el cambio climático, este caos que genera dificultades para interpretar, la vivencia y concepción de la vida misma”, explica Olivera.

La Fundación Abril, funciona hace casi dos décadas, formulando y ejecutando propuestas para una gestión equitativa y sustentable del agua y el trabajo, sus voluntarios recorren varias zonas de Cochabamba, para detectar poblaciones que necesiten de su guía. Así, encontraron el lugar, un pueblo roto, con cuatro casas habitadas solo por ancianos, un pueblo sin juventud, sin niños, sin productividad agrícola. Es cierto que la migración es un fenómeno muy cochabambino, arraigado en el Valle Alto, sin embargo, varios estudios sostienen que este fenómeno climatológico sería también la causa del quiebre del vínculo entre el territorio y su gente.

Así nace el proyecto de reforestar, enseñar a hacer viveros, cosechar lluvia, mejorar la producción de hortalizas, con acciones que ayuden a que los jóvenes vuelvan y trabajen estas tierras, se conecten con sus raíces, para que la memoria no se rompa, para reconstruir la comunidad, y un símbolo de eso es un molino de agua, ubicado a pocos pasos del río.

Con sonrisa pícara, el Tata Julio Pardo Carballo habla en su lengua nativa del quechua sobre sus recuerdos de niño, allá por 1954 cuando la comunidad se organizó por primera vez, para trasladar cada piedra y armar esta casa que aprovecha la fuerza motriz del agua de la acequia, para hacer harina de pan, para hacer chicha y conquistar a alguna muchacha. Esos recuerdos lo ataron a este espacio que llama hogar y que nunca abandonó.

Con ese humor que les caracteriza, Bella Flor de Pukara conserva aún algunas ruinas arqueológicas, casas de piedras e historia mimetizada entre plantas secas, viento y polvo, que intentan recuperar como incentivo que atraiga a los autodesterrados por necesidad, valorizando sus raíces e historia, para que el verdor se propague en plena primavera y pinte estos cerros amarillos y cafés de hoy.

Pukara, que quiere decir ‘fortaleza que da vida’, es una palabra aymara y quechua al mismo tiempo, y es posible que el nombre original fuera Bella Flor de Pukara, en lugar de Villa, eso debido a la falta de la vocal “e” en el quechua, produciendo un cambio fonético en el nombre de esta comunidad. Esa fortaleza que, gracias al esfuerzo comunitario, produce papa, cebolla, acelga, tomate y otras verduras que van directo a sus cocinas a leña.

Para los habitantes de estas cuatro casas, sus necesidades se resumen en tener un sistema de riego, agua potable y recuperar sus semillas para que puedan producir como antes.

Maurizio Bagatin, italiano, es un técnico en consumo responsable, que vive ya varios años en Cochabamba, voluntario de la Fundación Abril, resume su observación y estudio sobre la razón de pérdida de habitantes en la zona:

“Debido a la falta de asistencia del Estado, a la falta de una visión comunitaria. Hoy en día las esperanzas pueden ser pequeñas semillas, para recuperar así su idiosincrasia e identidad, perdida por esas poblaciones aledañas que crecieron y se almorzaron la fuerza laboral de pequeñas comunidades como Bella Flor de Pukara”.

En esa ola de migraciones, se vio envuelta Serapia Flores viuda de Antezana, que se fue por la sequía junto a sus hijos para migrar hacia el Chapare, Santa Cruz y Buenos Aires,

“No hay vida por acá, a causa de la sequía… poca tierra hay para sembrar, solo hay agua cuando llueve, y cuando llueve se produce papa, maíz o arveja, cuando no hay lluvia, no produce. Si no hay lluvia no vivimos”,

Con voz firme dice que, así como en su momento emigró, también volvió decidida a encontrar un espacio para pasar sus últimos años.

Los pocos habitantes y quienes visitan la Villa creen que, ante la escasez de agua, una vía de solución es la cosecha de agua de lluvia, considerada una estrategia de los pueblos originarios, que puede servir para hacer frente a la sequía. Esta posibilidad es la que ayuda a renacer la esperanza y el sueño de una vida en armonía con la tierra, esta esperanza que lleva a la señora Bárbara Vallejos, deshilvanar en su cabeza la posibilidad de retornar a estas tierras. Para ocupar la casita que dejó abandonada hace años, cuando emigró junto a su esposo y sus nueve hijos,

“Antes, cargábamos agua en burro, y mis hijas llevaban en bidones, por día llegábamos a casa con 60 litros, antes había más gente que como yo por la escasez, nos hemos ido a Cliza para que estudien mis wawas. Ahora tengo aun tres en el colegio, otros han salido de la Normal de profesores y uno de mis hijos quiere estudiar agronomía”,

Lo dice con ojos emocionados, porque la tierra llama, y esta posibilidad de cosechar lluvia, tener agua del molino, la emociona y la lleva a visitar una vez más su casita, su ex hogar, a pocos pasos de la casa que fuera también de su madre y se encuentra sin techo, carcomida por la maleza y los escombros.

Este pequeño bastión de perseverancia, es solo un punto dentro de la problemática más grande dentro el Valle Alto, y que es parte de un estudio del Centro Agua de la Universidad Mayor de San Simón, donde su coordinador de proyecto, Alfredo Durán Núñez del Prado, asegura que esta tierra se ha convertido en una especie de alfiletero desde los años 80 del siglo XX, por la tremenda explotación de agua, muchas poblaciones perforaban pozos, sin normativa ni regulación vigente, no habían planes de ningún tipo de tratamiento de las aguas subterráneas en Bolivia, entonces no se conocía lo que había debajo, la capacidad acuífera, como se descargaba y se volvió una actividad irresponsable, ya en los 90 se trató de regular un poco más, sin embargo, la falta de experiencia, y acciones políticas buscando votos llevaba también a perforar y entregar pozos que en muchos casos no son sostenibles. Esta situación enciende las alarmas.

Este pequeño bastión de perseverancia, es solo un punto dentro de la problemática más grande en el Valle Alto, y que es parte de un estudio del Centro Agua de la Universidad Mayor de San Simón, de Cochabamba.

“Entre las cosas que encontramos en los estudios, es sobre el nivel de agua, imagínense una esponja que está sumergida en la tierra, saturada de agua y tiene 50 metros de altura (espesor del acuífero) para que tengan una idea, que viene de ríos y de la lluvia, entonces si esta esponja uno empieza a chuparle con bombillas (como sería cada pozo) y suman las bombillas, en algún momento el nivel de agua llega a bajar, y eso significa que cada vez hay menos agua. El nivel de agua en Cliza y Toco bajó de 20 a 30 metros del nivel original que tenía, es decir, lo que tardó en llenar en siglos, se gastó en 50 años, es realmente crítico, 50 años es un periodo de tiempo muy corto, y si mira la próxima generación ésta no tendrá agua por la sobreexplotación de los acuíferos”.

La quema de bosques y el chaqueo —dice Alfredo Durán Núñez— son el peor aporte para que se perciba el cambio climático global y a nivel regional, desde los años 70 hemos deforestado la mitad de los bosques que teníamos y tuvo efecto en el balance hídrico del país, hay pocos reportes de un incremento de la temperatura cada año, se alargó el periodo de clima caliente de 3 a 4 meses, el cultivo de papa tuvieron que subir a los cerros para recoger el agua, en perjuicio de las zonas bajas, es decir, se amplió la zona agrícola en este efecto de subir a las montañas. Estos fenómenos se encadenan entre sí, y cambian los patrones de producción en las áreas agrícolas al moverse de zonas, dejan atrás otras infértiles y sin producción agrícola, generando un proceso de transformación en toda la región.

El cambio climático está afectando a las poblaciones más vulnerables, dice el docente e investigador del Centro Aguas de la Universidad Mayor de San Simón, Iván Gonzalo del Callejo que cree que otras medidas urgentes son la protección de las cuencas, la restauración de la vegetación forestación, reforestación y conservar el agua de lluvia en el lugar donde cae, y que no se escape el agua.

“No existe una política agraria concreta, lo más concreto que se ve es la permisibilidad para que vayan a quemar, chaquear bosques para lotear dirigido solo a cierto sector poblacional, pero medidas para fortalecer la producción agrícola de Cochabamba, no son visibles”, finaliza Durán.

Doña Julia Vallejos, una de las cuatro personas que decidió no emigrar.

Foto: Miroslava Fernández

Con ese panorama, las esperanzas parecen estar sujetas con piedritas en tierra firme para que no se las lleve el viento, por eso el pequeño pueblo de Villa Flor de Pukara se engalana de sonrisas y atenciones, a quien les visite y les dé una mano amiga para estas parejas de ancianos, a quienes recuerdan que aún hay por qué vivir, y que las semillas pueden recolectarse en un depósito que construirán para ellos, y que el molino será mejorado, o que un pozo de agua podrá ser instalado para consumo de cocina. Ellos, en agradecimiento dan de su cocina un plato de comida, en un  aptaphi que corona la media jornada, entre bromas y risas con mucha chicha elaborada gracias a los 15 minutos que funcionó el molino con el agua de la acequia, los discursos y aliento inundan la casa de la pareja más joven que persiste en la Villa, mientras dos perros beben agua café de un bañador en el patio.

Para los habitantes de estas cuatro casas, sus necesidades se resumen por el momento en tener un sistema de riego, agua potable y recuperar sus semillas para que puedan producir como antes. Ellos tienen el sueño de comercializar sus productos: “En vez de traer pan de Toco, nosotros tenemos que llevar pan a Toco. Estamos para trabajar, para levantarnos e ir hacia arriba”, dice Zacarías Reyes, el ‘profesor’ que educaba a los niños en la escuela más cercana, que cerró a falta de estudiantes, pero la simplicidad y paz de Villa Flor de Pukara lo atrapó en sus escapadas de fin de semana.

Todo se resume y da vueltas alrededor del agua, por que esperan que haya mejores días con agua. Esa es la única razón y denominador común del emotivo reencuentro, que trasluce esa sed de agua, esa sed de alegría construida por la generosidad de quienes se quedaron y quienes buscan apoyar esta simbología de construcción de comunidad campesina.

En la mesa del simbólico apthapi, que trata de una comida comunitaria donde todos traen un plato para compartir, doña Julia se sienta ayudada de su bastón, sonríe e ilumina sus ojos ya cansados, porque en mucho tiempo no sentía tanta algarabía y gente compartiendo un plato de comida, bebida y proyección de futuro; en este su pueblo que muchos años estuvo lejos de la mirada de sus hijos, de quienes otorgan los servicios básicos, y de sus propias autoridades… y confía, simplemente confía.

El agua de lluvia es cosechada en ese recipiente valioso.

Foto: Miroslava Fernández

Este reportaje fue realizado en el marco del Taller Periodismo con perspectiva del Derecho Humano al Agua y el Saneamiento 2021, organizado por la Fundación para el Periodismo.

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