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LA CARRETERA

El despertador de la calle Tolstoi

El mercado besarabo.

Decía a Eliana Suárez, en Chañar ladeado, villa de la pampa húmeda argentina, provincia de Santa Fe, que el sonido del despertador de mi teléfono me recuerda Kiev. No me explico, porque nada obligatorio tenía que hacer allí, ni trabajo ni horario.

3 de septiembre de 2021

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Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Escritor

El edificio soviético, en el 22 de la calle de León Tolstoi, se mostraba decadente desde fuera; el ascensor pequeño y peligroso parecía que iba a caer de improviso, hacia la oscuridad profunda de esta construcción de tendencia mísera, de aire de pueblo aglutinado bajo normas inflexibles de los amos. Hoy continúa en penumbras; los cuartos tienen dueños; yo alquilo uno. Lástima que mi departamento no tiene vista al frente, a la calle de Tolstoi, sino a la parte trasera, llena de árboles y con autos parados donde sea. No es que el panorama en la avenida sea extraordinario, ni siquiera interesante, pero me gusta ver la actividad de la gente, la florería enfrente, el cruce de peatones en la esquina de la Zhylianska, los puestitos de café al paso, regentados por un par de ancianos, marido y mujer, subiendo hacia el Jardín Botánico.

Las mañanas de Kiev ya eran frías. Cortaba el chorizo de color vienes, pero más voluminoso y mezclaba huevo y cebolla para un revuelto. Cebollines que daban tono criollo a la lejanía.

Lo renté desde mi teléfono, estando todavía en Jarkov. La dueña era una gentil ucraniana de unos 50 años que había ordenado el departamento con todas las comodidades para recibir huéspedes. Cuando dejé Kiev ella me llevó a Boryspil, el aeropuerto, sonriente a pesar de que ese día de noviembre cayó la primera nevada y el caos vehicular hacía semejar esa urbe a La Paz.

Anoche sonó el despertador a las 10:08 pm; después a las 10:18. Me costó levantarme. En esa inercia lo escuchaba. Ahí vino Kiev. Sonaría igual aunque no sé por qué. Mi tiempo era de libertad absoluta. No ponía despertadores. Paseos al parque, almuerzo con Victoria, el rojo de la universidad que lleva el nombre del poeta nacional, el bulevar del mismo, la estatua del mismo, Shevchenko está por doquier. Lo leí en mi juventud, guardo en mi hoy escondida colección filatélica muchos sellos soviéticos con su imagen: de joven, con barba, así como una emisión postal argentina con su retrato y frases necesarias acerca de la hermandad ucranio-platense muy arraigada desde principios del siglo XX. O antes. Hace poco compré el disco Polcas de mi tierra, del gran intérprete de chamamé Chango Spasiuk. En este disco retoma sus ancestros ucranianos, canta él, cantan mujeres, amigos, vecinos, y logra un enternecedor y magnífico alegato por la memoria, resucitar a los muertos. Polcas de mi tierra, si tropiezan con este disco compacto habrán encontrado una joya. Más en mí con esta mente infantil cargada de ríos tormentosos y cargas de caballería. Épica y naturaleza. Sumados a los demonios de Gogol, a la casa de Ajmátova en Odesa, a otros diablillos en Fyodor Sologub.

Calle de León Tolstoi.

Al anochecer me alistaba, vestía con jeans lavados, botas, camisa leñadora y chamarra. Otoño venía con decencia. Doblaba a la izquierda hasta llegar a escalones que conducían a un sótano, a un pub de marineros que hubiera gustado a John Silver. Casi siempre bebía Guinness, pero también rubia cerveza local. Platos de chorizos, que la región es grandiosa en cuanto a producción y variedad de embutidos. O arenques fríos con pepinillos al vinagre, papa retostada. Una y otra vez. Dejaba, dada la experiencia norteamericana, siempre un veinte por ciento de propina, para asombro y felicidad de las personas que servían. Mesones largos de madera. De apariencia hosca, me sirve eso para evitar visitas no invitadas a mi mesa. Sonrío, recordando a mi padre, en su café cortado diario en el pasaje de la catedral, allá al sur. Gozaba de su bebida, del agua con gas y del pequeño chocolate. Saludaba cuando lo saludaban y quemaba con sus ojos verdes lo que se cruzara al paso, ahuyentándolo. Lustrar los zapatos, hacer la romería diaria de pagos de cuentas y soluciones burocráticas. Luego un taxi hasta el refugio del que ya no saldría hasta mañana. Así yo, con un litro de cerveza adentro, subiendo las gradas hasta el quinto piso de una boca de lobo. Cuarto 56, casi siempre silencio. Los zapatos a ambos lados de la puerta, tirarme en cama en calzoncillo, escribir a Victoria, llamar a Bolivia, a los Estados Unidos. El reloj corría pero no tenía hitos que indicar. Por eso no entiendo la sensación al escuchar el despertador. Era Kiev ¿pero por qué?

Recorro el mapa de google para recordar los recovecos de mi calle. El mercado besarabo de la esquina, en donde gastaba unos cientos de drivnas para tener y cocinar lo que quisiera. Galletas dulces de Ucrania. Tan buenas que traje unos paquetes a mis hijas cuando volví. Me había despedido para siempre, pura cháchara. Siempre se vuelve o mira atrás. ¿Que ya no tenía todo? Mejor. Ando más liviano desde entonces. Mis muertas gabonesas y los djinns del Orinoco andan bajo llave en un moderno depósito ajeno a encantamientos. En google recorro también Chañar ladeado. Miro un video de 30 segundos del lugar.

Lo común de los poblados argentinos, casas chatas de techo plano. Yuyos creciendo alrededor, cierta desidia. Me sorprende el grito de pájaros, constante, y percibo el Paraná, la maravillosa lengua del demonio, los arrebatos de Horacio Quiroga y sus monstruos, camalotes y hermosa música litoraleña: “Pescador del Paraná…”. Penetro ya en arcanos que no temo pero no quiero hoy tocar. Tengo 61 y cuento con los dedos si habré de alcanzar la década. Razono que perdí el tiempo. Pero gocé. La balanza de lo posible y lo terminado tiene que mantenerse estable; lo otro acarrearía tragedia. Que pude besarla y besé otra, amarla y dormí en otra, buscarla y tomé el ómnibus que me alejaba. Siempre lo opuesto pero con la sorpresa de que los arabescos pueden lograr líneas recta, que la retórica puede devenir frugalidad.

Las mañanas de Kiev ya eran frías. Cortaba el chorizo de color vienes pero más voluminoso y mezclaba huevo y cebolla para un revuelto. Cebollines que daban tono criollo a la lejanía. Tuve un problema allí, en la gigantesca capital y en otras ciudades de Ucrania. Estoy acostumbrado al picante, vengo de la sangre india que sella las úlceras del mezcal con capsicum. Incluso en la comida turca de calle, mientras el cocinero enrollaba delgadas y extendidas tortillas de su cultura, intentaba yo explicarle que quería algo picante, una sustancia que me quemara lengua y gañote. Nada. Atentos, ofrecían yogurt, kétchup, mostaza; ni atisbo de salsas malditas. Como tarea debo investigar el porqué de eso. Cada cultura tiene su dosis de picante, dudo que no. Finalmente aquello no era Escandinavia y algunos transeúntes bien hubieran podido pasar por quillacolleños con atisbo de barba.

Van tres años ya y utilizo el despertador a diario porque siempre fui nocturno. “América” no me robó la vida; me robó la noche. Con ella quizá los sueños, el descanso del intelecto para domeñar lo febril. Tarde ya. El ruidito intermitente, no diré inane, ha preservado en mí profundas sensaciones que me hacen bien. No golpeo el despertador como hacen en el cine. Le permito machacar la oscuridad mientras me despabilo para otra cita con la vida, que es muerte en el país que no es para viejos…

Anoche sonó el despertador a las 10:08 pm; después a las 10:18. Me costó levantarme. En esa inercia lo escuchaba. Ahí vino Kiev. Sonaría igual, aunque no sé por qué.

Willy Dixon, con Memphis Slim, interpreta Sittin’ And Cryin’ The Blues. A la 1:48 de la tarde se ha presentado la tristeza, sin llamarla. La chimenea tiene cenizas de asbesto; no hay fuego. Recuerdo un amanecer en que otra Irina me citó en la esquina de Semyon Petliura. Llegó el sol pero a ella nunca vi. Vengo de vestido blanco, dijo, y no te dejaré dormir. El café humeaba en la revistería de la cuadra. Me tiré en la cama con ojos abiertos. Para hacer sombra puse dos monedas sobre las pupilas a la usanza gitana de muertos. El frío del metal me distrajo. Pensé en las barras paralelas de ejercicio que nunca pude dominar de joven y me dormí. No hubo despertador. A Kiev no le interesaban los muertos, así tuvieran monedas bronceadas de a dólar sobre los ojos. ¿Qué hago?, pregunté a mi espectro. Juntó los hombros en me importa un carajo. Mandé un texto tonto a Victoria con las babas de Esenin. No contestó. Hice una fiesta a la que fallaron los invitados y tuve que conformarme con bailar solo, acariciarme solitario.

Victoria Spivey y Lonnie Johnson cantan sobre las Idle hours, las horas inactivas, horas fallecidas. O me levanto y hago un café cargado como brea o me tiro por la ventana. Conociendo el cuero duro que tengo, cinco pisos no bastarán para matarme. O subo a la azotea o me dejo de huevadas. Piano, piano y armónica, armónica y acordeón, reflejos de vida, ausencia de mujeres. En el depósito atemperado de la Avenida Alameda, en Aurora, los ídolos africanos están atrapados, ni siquiera el gran ibis sagrado de los ghaneses vuela por sobre mi cabeza para aturdirme. Tic, tac, y suena…

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