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LA CARRETERA

Solitaria y olvidada, Ramada resiste a las amenazas de la pandemia

Una de las casas de barro que queda a metros del río que sufre las consecuencias de los incendios. El agua de ese afluente suele llegar con cenizas cuando en las cabeceras llueve con fuerza.

12 de julio de 2021

A Ramada se llega por un caminito arenoso escoltado por los exclusivos árboles esbeltos del bosque seco Chiquitano de la Bolivia profunda. Solo 18 kilómetros de una ruta imperfecta que nace a un costado de la carretera asfaltada. El camino es angosto y no se necesita más. Hay pozos bocones por aquí y por allá, pero uno no llega a odiarlos porque se imponen los cantos de las aves y los bullicios de la ciudad no existen ni siquiera en los malos recuerdos.

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Karina Segovia

Fotógrafa

Ramada tiene un secreto que Bolivia ni el mundo conoce. El secreto está guardado no porque sus 170 habitantes no quieran que se sepa, sino, porque muy pocos en este planeta saben que esta comunidad donde moran indígenas chiquitanos, existe. Ese no existir para el resto, ha sido su verdugo durante los 77 años de vida que tiene la comunidad, porque la ha condenado a la desatención sanitaria, a la falta de acceso a los servicios básicos y a los adelantos tecnológicos. Pero eso que ha sido su gran fantasma, ahora es su fortaleza en estos tiempos del Coronavirus. Gozar del olvido eterno ha sido su gran coraza para que el virus no entre, para que no asome por las ventanas de barro, para que el cementerio no reciba más cruces, para que los barbijos aquí no se pongan de moda, para que el miedo no gobierne la noche ni se pierda la libertad de estornudar a los cuatro vientos como en los tiempos de los ancestros milenarios.

Arnulfo Herrera, uno de los dirigentes, pide a las autoridades nacionales que Ramada cuente con un servicio de telefonía celular.

Ramada es una comunidad con paisajes de postal ubicada en la gran Chiquitania del departamento de Santa Cruz, Bolivia. Se llega por un caminito arenoso escoltado por los exclusivos árboles esbeltos del bosque seco tropical del departamento de Santa Cruz, en las vertientes de la Bolivia profunda. Solo 18 kilómetros de una ruta imperfecta que nace a un costado del asfalto de la carretera bioceánica que va y que viene de Brasil. El camino es angosto y no se necesita más. Hay pozos bocones por aquí y por allá, pero uno no llega a odiarlos porque se imponen los cantos de las aves y los bullicios de la ciudad no existen ni siquiera en los malos recuerdos.

Desde la puerta de la comarca se ven las casitas estacionadas en terrenos con los árboles saludables, donde repican los pájaros carpinteros y descansan los tordos y los sayubuses. Arnulfo Herrera vive en la casa que está a pocos metros del río que ahora canta porque ha llovido en las cabeceras de donde baja el agua anunciando que la sequía puede que no sea eterna. Arnulfo está parado debajo del mango, gozando de la sombra y del vientito fresco que ha quedado como un eco mágico de la última lluvia:

—Gracias a Dios no hemos tenido ni un solo caso de Covid —revela, emocionado por soltar el mayor de los secretos de Ramada.

Un orgullo. No una petulancia.

Arnulfo dice que se trata de un logro de todos los comunitarios. Cuando se enteraron por la radio que un bicho mortal se había hecho famoso en China y que andaba suelto por todo el mundo, incluyendo Bolivia, los líderes indígenas de Ramada se reunieron y llegaron a un acuerdo: encomendar a un solo hombre para que sea el único que pueda salir de Ramada para comprar alimentos y medicinas cada cierto tiempo. Durante todos los meses de cuarentena no permitían que entre nadie del mundo exterior. Y como en tiempos normales el país no tenía intenciones de llegar a Ramada para preguntar cómo estaban, tampoco lo hizo ahora. Mientras el mundo entero estaba encerrado, en esta comunidad los vecinos seguían una vida normal, respirando aire puro y nadando en las aguas del río que por entonces no estaban contaminadas con las cenizas de los incendios que ahora han convertido al recurso hídrico en una mazamorra negra que no sirve ni para que beba el ganado.

—Gracias a Dios que el Coronavirus no ha llegado aquí, porque no tenemos dinero para comprar barbijos, ni señal de telefonía celular, ni agua potable para lavarnos las manos, ni motorizados para sacar a los enfermos hasta el hospital de San José de Chiquitos.

Un ganso grazna tras una lluvia. Nada en un río con el agua oscura por las cenizas de los incendios.

A pesar del olvido y la preocupación por la pandemia, la paz de la naturaleza fortalece a los habitantes de Ramada.

Ramada es una comunidad con paisajes de postal al que se llega por un caminito arenoso escoltado por los exclusivos árboles esbeltos del bosque seco tropical del departamento de Santa Cruz.

San José de Chiquitos es la cuna de Santa Cruz de la Sierra que fue fundada el 26 de febrero de 1561, a orillas del arroyo Sutó, por el Capitán español Ñuflo de Chaves.

Si bien Ramada viene librando con éxito las batallas contra el Covid-19, el cacique Arnulfo no se anima a cantar victoria porque cree que no están libres de enfermarse porque otros males sí les han aquejado.

—Mientras todo el mundo estaba preocupado por la pandemia, nos batíamos a duelo con los incendios forestales que quemaron miles de hectáreas de los bosques y la sequía destrozó nuestros cultivos —cuenta este hombre moreno que habla fuerte y su voz espanta a los pájaros que estaban en las ramas del mango, bajo cuya sombra está parado, hablando a voz en cuello para que el país sepa que los habitantes de Ramada sufren de escasez de comida, que han sembrado en sus huertos pero que la crisis del agua ha impedido que cosechen y que, por eso, muchos están mal alimentados.

—Estamos tan olvidados que ni el Covid se atreve a buscarnos —dice en broma José Luis Herrera, otro de los líderes indígenas chiquitanos que, como todos los vecinos de Ramada, camina sin barbijo porque sabe que son otros los virus que les hacen la vida imposible desde los tiempos de sus abuelos.

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La vieja casona está en Chile, mirando el mar. Sus paredes son cartas con promesas que no se las lleva el viento.

“Los trenes no suenan sus bocinas tan bello como los barcos. Sin embargo, tierra adentro, no hay aguas suficientes para acercar semejantes distancias. Vamos, dilo, y asomaré en tranvía al café de aquella calle de Vinnytsia y programaremos un viaje al fin del mundo”.

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