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CASA VERDE

El enorme precio de vivir en el paraíso del Bajo Paraguá

28 de octubre de 2022

Los indígenas chiquitanos y guarasugwés, ya no duermen ni comen tranquilos. Vivir en este Edén que tiene la categoría de área protegida, se ha convertido en un infierno a causa de la deforestación ilegal y los avasallamientos. Lo que pierden los dueños de la selva es un dolor silencioso.

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Roberto Navia

Director

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Lisa Corti

Productora Multimedia

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Karina Segovia

Fotógrafa

El resplandor anaranjado en el cielo no impide olvidar lo que pasa al otro lado del río. Todos en este pueblo saben lo que ocurre en ambas bandas del Paraguá. Allá al frente, bajo ese firmamento acalorado, los incendios han llegado con toda su caballería de destrucción. En un par de noches han comido cientos de hectáreas del Parque Nacional Noel Kempff Mercado y en este otro lado, en el vientre pálido del Área Protegida Municipal del Bajo Paraguá, los avasallamientos han desatado su furia y los zarpazos de la deforestación ilegal les han robado la vida tranquila a los verdaderos dueños de la selva.

Los indígenas del Bajo Paraguá ya no duermen como cuando el bosque estaba intacto. Ahora, sus noches están llenas de preocupaciones y el ruido atronador de las motosierras los despiertan a sobresaltos en sus camas donde antes conseguían sueños profundos.

Los indígenas chiquitanos y güarasugwés, son custodios históricos de este ecosistema que, en 1988, mediante Decreto Supremo se convirtió en Reserva Forestal y desde el 12 de febrero del 2021, en Área Protegida Municipal del Bajo Paraguá de San Ignacio, con una extensión de más de un millón de hectáreas que fabrica oxígeno para el resto del mundo. Ellos, ya no duermen como cuando el bosque estaba intacto. Ahora, sus noches están llenas de preocupaciones y el ruido atronador de las motosierras y de las orugas los despiertan a sobresaltos en sus camas donde antes conseguían sueños placenteros.

Fue en noviembre de 2019 cuando el estruendo de los árboles al caer llegó hasta los oídos de Julio Chuvé, que por aquel año tenía 40 y aún no era Capitán de la comunidad de Picaflor, donde viven 17 familias güarasugwés y de las que ahora es su máxima autoridad. Aquella vez fue cuando los avasallamientos empezaron a convertirse en amenaza latente dentro su territorio protegido.

Las casas de madera de Picaflor están separadas por una avenida de tierra, con jardinera al medio donde los vecinos pretenden plantar árboles silvestres como protesta simbólica contra los avasallamientos que, según los datos certeros del Observatorio de la Fundación Para la Conservación del Bosques Chiquitano (FCBC), la deforestación dentro del área protegida del Bajo Paraguá, ya ascienden a 213 hectáreas.

Doscientas trece hectáreas en ocho puntos de deforestación que —desde arriba, desde un dron que se hace volar desde el borde de la carretera— parecen heridas abiertas sobre la piel verde de un ser vivo: del bosque.

El Bajo Paraguá no es una isla que flamea solitaria en el departamento de Santa Cruz (Bolivia). Es la morada de más de 1.200 especies de vertebrados y donde el Gran Felino de América: el jaguar (Panthera onca), reina en la pirámide de la biodiversidad. Además, entre sus tantos aportes, genera conectividad con el Parque Nacional Noel Kempff Mercado, la Reserva Municipal de Copaibo y la Unidad de Conservación de Patrimonio Natural Ríos Blanco y Negro. Pero la naturaleza, que no conoce trancas ni fronteras, también agranda su territorio cuando se topan con el Parque Estadual Serra de Ricardo Franco (Mato Grosso Brasil). Un corredor de conservación que abraza a siete áreas protegidas y que forma un territorio binacional de más de cinco millones de hectáreas, casi igual que a la extensión de Costa Rica.

Para la FCBC, “el haber enmarcado al Bajo Paraguá bajo una figura de área protegida, representó hacer encajar una pieza faltante en un rompecabezas de protección”.

Romper esa franja de conservación es romper esa protección que involucra a pueblos indígenas y a todo un ecosistema importante no solo para Bolivia y Brasil. También, para el mundo.

El guardaparque Humberto Figueoa y el cacique Walter Pérez, custodios de los bosques.

Foto: Karina Segovia.

Rosa Leny Cuéllar, directora técnica de la Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano (FCBC), enfatiza en que Bajo Paraguá es el resultado del interés de sus pobladores y autoridades locales en conservar su territorio y recursos naturales, ante la inminente amenaza por el avance acelerado de la deforestación y avasallamiento de tierras en la Chiquitania y Amazonía.

El Bajo Paraguá no es una isla que flamea solitaria en el departamento de Santa Cruz (Bolivia). Es la morada de más de 1.200 especies de vertebrados y donde el Gran Felino de América: el jaguar (Panthera onca), reina en la pirámide de la biodiversidad.

Además —sostiene con aplomo— es una apuesta para conservar uno de los bosques en buen estado de conservación que alberga recursos del bosque transicional chiquitano-amazónico que, también, cumple funciones de mitigación al cambio climático al ser potenciales captadores de carbono, productores de oxígeno y reguladores de la temperatura local, regional y mundial.

Cuenta con una alta biodiversidad de flora y fauna, algunas de las especies que habitan son únicas y emblemáticas que requieren territorios amplios. También posee vegetación potencialmente forestal que ofrece recursos maderables y no maderables, que son vitales para el alimento de las comunidades indígenas, la realización de artesanías, la construcción de sus viviendas, la protección de los recursos hídricos y tienen grandes atractivos para el turismo comunitario..

Rosa Leny Cuéllar, recuerda que las dos Áreas Protegidas del Bajo Paraguá (Área Natural de Manejo Integrado Municipal Bajo Paraguá de San Ignacio de Velasco y el Parque Municipal Bajo Paraguá Concepción), han costado mucha dedicación, recursos e involucramiento de varios actores.

Es un esfuerzo basado en la demanda de las comunidades locales de Bajo Paraguá, expresado a través de sus autoridades comunales y liderado por los gobiernos autónomos municipales de San Ignacio de Velasco y Concepción. Ante esta propuesta, se sumó la Dirección de Recursos Naturales del Gobierno Departamental de Santa Cruz y la Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano desde el año 2015”, ha dicho, la directora técnica de la FCBC, que ha acompañado en todo el proceso de creación de las áreas protegidas.

Recuerda que se hicieron encuentros Interinstitucionales por la Protección y Conservación de la Reserva Forestal Bajo Paraguá, para generar espacios de diálogo que permitan encontrar mecanismos de consenso para la protección del territorio; que se crearon dependencias municipales para impulsar estos procesos, como las unidades y direcciones de Medio Ambiente y Áreas protegidas, y se plasmó la necesidad de conservación del Bajo Paraguá en los Planes Territoriales de Desarrollo Integral de ambos municipios; y que también se creó el comité impulsor conformado por representantes locales de ambos municipios que acompañó todo el proceso.

A partir del 2018, la FCBC incorporó el fortalecimiento del proceso de creación de las áreas protegidas en Bajo Paraguá, en una propuesta que logró cofinanciamiento de la Unión Europea, a través del consorcio ECCOS, cuyos socios han aportado de forma muy comprometida, hasta consolidar las áreas protegidas municipales.

No duda que es un orgullo para las comunidades chiquitanas y guarasugwés del interior, haber creado las áreas protegidas de Bajo Paraguá, ya que les otorga mayor seguridad de vida para sus habitantes y también para los de Bolivia y el planeta, mayor garantía de protección de los recursos para la subsistencia y, por ende, mantenimiento de ambas culturas.

En Picaflor, producen plátano. Lo venden a los que pasan por la comunidad.

Foto: Karina Segovia.

En ese universo de gran valor que es el Bajo Paraguá, Picaflor es la comunidad más joven de las que conforman la Central Indígena del Bajo Paraguá (CIBAPA), donde viven cerca de 300 familias chiquitanas y güarasugwés distribuidas en las ancestrales Florida, Porvenir y Piso Firme. Todas forman parte de la Tierra Comunitaria de Origen (TCO CIBAPA) y están dentro del Área Protegida Municipal del Bajo Paraguá.

Para la FCBC, «el haber enmarcado al Bajo Paraguá bajo una figura de área protegida, representó hacer encajar una pieza faltante en un rompecabezas de protección».

La casa de Julio Chuvé está casi a la mitad de esa avenida larga de Picaflor. La tarde en que conversé con él estaba con las manos empapadas en sangre y sal. Su hijo había salido de cacería la noche anterior y apoyado por la complicidad de la madrugada sin luna, tumbó a un anta que tras el balazo cayó con una mancha roja en el pecho.

Se ha secado las manos en un trapo que estaba en una mesa grande donde no hay más que el bañador con carne de anta cortada ahí adentro.

Cazamos solo por subsistencia. Y cada vez nos cuesta encontrar animales en el monte. La deforestación los está aniquilando— dice Julio que tiene la carne lista para colgarla en el alambre donde tiende la ropa. Ahí la dejará para que se deshidrate a sol y sombra hasta que se convierta en charque que podrá guardar por varias semanas.

En Picaflor hay un par de restaurantes que ofrecen comida a los viajeros que van a Porvenir o a Piso Firme. Aseguran que el menú no lo preparan con carne de animales silvestres, porque eso sería en contra de la salud del medioambiente y también porque, hacerlo, sería ilegal.

En Bolivia, toda actividad que atente contra la fauna, será pasiva a un proceso penal establecido en la ley 1333 en su Art. 111, que pena la comercialización ilegal de fauna silvestre y en el código penal en su Art. 223, como delito tipificado de destrucción y deterioro de bienes del Estado, con la privación de libertad de hasta seis años.

Los que están destruyendo el bosque y lo que vive en él —dice el capitán de Picaflor— son las personas extrañas que están talando los árboles centenarios que son la casa o las fuentes de alimento o la sombra que protege a los jaguares y a los venados, a jochis y a chanchos troperos.

En Picaflor, también hay una escuela, pero sus aulas están vacías. La profesora que hasta hace unos meses daba clases, se ha ido porque el sueldo de Bs 1000 que lograban pagarle los padres de familia no le alcanzaban para llegar a fin de mes.

Parece que se cansó con el sueldito. Hay 20 niños, entre primaria y secundaria que ahora no pueden estudiar— dice el capitán.

Los niños no están en la escuela.

Algunos están jugando con camioncitos hechos del tronco seco de algún árbol.

Otros, acostados en sus camas curándose de manera casera de los resfríos o de problemas estomacales.

—Ayer fue una mujer con su hijo resfriado a un aserradero. Fue a pedir ayuda porque en esa barraca tienen algunas tabletas para calmar la fiebre.

En Picaflor no hay posta sanitaria ni farmacia que pueda calmar los dolores urgentes.

Esta comunidad no tiene papeles. No existen para las autoridades. No es una comarca legalmente establecida.

Picaflor no está en el mapa oficial del departamento de Santa Cruz ni del país.

Sus 17 habitantes, hace media docena de años, decidieron unificarse en este lugar y abandonar Porvenir, Bella Vista, San Ignacio y otros lugares del departamento, donde se encontraban asentados temporalmente bajo el impulso nómada que heredaron de sus antepasados. 

Julio Chuvé, se considera un guardián del bosque y un ser humano que sufre con cada árbol que cae en el Bajo Paraguá, un territorio de transición entre el bosque seco chiquitano y el amazónico.

—A este paso, habrá menos animales, menos frutas, menos agua y menos monte.

Él habla por su boca. También lo hace con sus ojos.

Los ojos de Julio Chuvé son dos lunas apagadas en la noche de su mirada extraviada.

A cien metros de la comunidad está el cuerpo muerto de un arroyo. Era el punto de encuentro de los vecinos. Ahí se daban cita para abastecerse de agua, darse chapuzones en las tardes de calor ardiente y para lavar la ropa. Ese humedal ahora está seco como un cráter lunar y solo queda un par de mesones de madera que utilizaban para refregar los pantalones y los vestidos.

También quedan las piedras a las que se las puede contar con los dedos de las manos.

Julio Chuvé, como otros vecinos, han construido norias en los patios de sus casas para abastecerse de agua. Y para iluminar sus noches, algunos han comprado pequeños paneles solares con capacidad para un par de focos y de enchufes.

—El bosque es nuestro pulmón. El bosque llama el agua. El bosque impide que las enfermedades nos lleguen con fuerza.

La voz de Julio Chuvé es melancólica como la de su esposa Aida Durán.

La intimidación de los avasalladores —dice ella— ha llegado a tal punto que no se conforman solo con deforestar a la mala, sino, en llegar hasta Picaflor, para tocar las puertas de los vecinos para ofrecerles comprar la tierra.

“A cuánto me vende un pedazo de su monte”.

Eso pregunta la gente extraña que llega a Picaflor.

Aida Durán responde que “nuestro territorio no se vende, que ésta es tierra de los guarasugwés”.

Teme que, si las autoridades no hacen nada para expulsar a los avasalladores, los indígenas sean los que terminen expulsados porque sabe que el apetito por la tierra en Bolivia es un asunto que convoca a mafias y a traficantes.

Varias veces, en su cama, cuando escucha el estruendo de la deforestación, se ha preguntado: Si esto sigue así, ¿dónde nos vamos a refugiar?

***

En esa casa, todos tosen.

Seis guardaparques del Noel Kempff Mercado han llegado del mismo infierno hace media hora y sus fuerzas humanas están hecha jirones.

La puerta que han utilizado para entrar al Noel Kempff, a ese Patrimonio de la Humanidad, para apagar las lenguas de fuego, ha sido la que ofrece el Área Protegida Municipal de Bajo Paraguá. Han llegado hasta Porvenir y de aquí se fueron a buscar el río Paraguá, para navegarlo desesperadamente, para llegar hasta los incendios que, en septiembre, convirtieron un vergel en algo parecido a la nada.

Romper esa franja de conservación es romper esa protección que involucra a pueblos indígenas y a todo un ecosistema importante no solo para Bolivia y Brasil. También, para el mundo.

Todo el día, comandado por el director interino del Noel Kempff, Alberto Terrrazas, han estado combatiendo el fuego. Lo han hecho con lo poco que tienen. Unos litros de agua en la mochila, que han cargado desde el río, no han sido suficientes para enfrentar al enemigo. Han utilizado sus manos y con poleras han intentado evitar que las cenizas entren con fuerza dentro de sus cuerpos.

Emilio Zeballos, uno de los guardaparques, no ha podido poner sus pies a buen recaudo. Sus botas tienen agujeros por donde ha penetrado ceniza caliente. Aun así, ha hecho lo imposible, de día y de noche, para apagar el fuego.

Ha puesto el pecho, las manos y los pies, por el bien de la naturaleza.

Los vecinos de Porvenir no se han quedado con los brazos cruzados. Han acompañado a los guardaparques y han trabajado a la par porque los incendios se han convertido en un miedo fantasmagórico que suma a otro drama que no les permite vivir con tranquilidad: la deforestación clandestina e ilegal que ejecutan los interculturales bajo la modalidad dañina de los avasallamientos.

Erwin Saucedo, cacique de Porvenir, dice firmemente que el bosque es un patrimonio de los pueblos indígenas, que los chiquitanos son guardianes del Bajo Paraguá de San Ignacio de Velasco y de Concepción y del Parque Nacional Noel Kempff, tres áreas protegidas que forman un corredor que sobrepasa los 2,6 millones de hectáreas, tres pulmones por el cual el planeta encuentra todavía aire puro para respirar.

—La selva es herencia de nuestros abuelos— dice, totalmente convencido de que esa herencia se la debe cuidar.

Y una forma de cuidarla, es realizando un aprovechamiento sostenible de lo que ofrece el bosque.

En Porvenir, cada día son más los habitantes que existen para proteger el medioambiente.

De 100 familias que tenía la comunidad hace diez años, ahora cuenta con 140.

Hace una década, muchos se habían ido escapando del desempleo y de la falta de oportunidades para crecer.

Quienes han vuelto, lo han hecho atraídos por la Planta Despulpadora de Asaí, una herencia del Programa Nacional de Biocomercio que en 2010 era administrado por la Fundación Amigos de la Naturaleza. El 2011, Rolvis Pérez, junto a 25 habitantes de Porvenir, empezó a operar la planta y desde entonces empezó a vislumbrarse mejores días por el horizonte.

Esa alegría que da la Planta Despulpadora de Asaí, merece ser alimentada por la confianza de que el bosque debe tener las garantías de ser protegido. Los cosechadores de asaí saben que deben vivir en armonía con la naturaleza, por eso, nunca le sacan toda la fruta a la palmera cuyo nombre científico es Euterpe precatoria. Siempre dejan un racimo para las aves.

Pero los incendios forestales no dejan nada. Tienen un apetito voraz que lo comen todo.

Y la deforestación que avanza por otras zonas del Bajo Paraguá bajo el dominio de los avasalladores, tampoco deja ni siquiera un árbol para tomar la sombra.

Por eso es que, a las plantaciones de palmeras nativas, en Porvenir la defienden con la vida.

Pero no solo la deforestación tiene como autores a los avasalladores.

Rolvis Pérez, responsable de la Asociación de Productores del Bosque Porvenir, asegura que todo lo que se haga corriente arriba del río Paraguá, les afecta de manera directa, debido al cambio de uso de suelo que se está haciendo en la cuenca alta, donde se está dando paso a la agricultura extensiva y a la deforestación masiva que se está haciendo en los bosques de transición.

Obviamente que el primer efecto de la tala será la disminución de las lluvias, y con menor cantidad de agua cada año, se afectará a los peces, a los reptiles, a los anfibios y en la floración de las plantas.

“Nosotros dependemos de la cantidad de fruta que puedan producir las palmeras de asaí”, explica y enfatiza que tienen previsto diversificar la producción, para no depender de una sola especie: “Estamos buscando el aprovechamiento sostenible de la palma real, sembrar café, cacao, copoazú, plátano. Darle mayor valor de uso de los recursos naturales. Vamos a defender con nuestras vidas al bosque porque ya vivimos y dependemos de él. Esta dependencia hace que lo cuidemos con nuestras vidas.

***

La iglesia de Porvenir, en el centro de la comunidad.

Foto: Karina Segovia.

¿Cómo afecta la deforestación al derecho de los indígenas?

Los pueblos indígenas del Bajo Paraguá y de Bolivia, realizaron conquistas históricas para conseguir el reconocimiento y la titulación de sus territorios.

El territorio, para ellos, es todo lo que tienen y donde albergan no solo sus casas, sino, donde consiguen sus alimentos y viven en armonía con su entorno y el universo.

Los que están destruyendo el bosque y lo que vive en él son las personas extrañas que están talando los árboles centenarios que son la casa o las fuentes de alimento para comunidades indígenas y para el equilibrio de la vida de la fauna silvestre.

Sin embargo, la expansión de la frontera agrícola en Santa Cruz —asegura la Fundación Tierra— “ha generado un despojo de tierras cuyas consecuencias se traduce en la aparición de tres tipos de indígenas afectados: Indígenas desposeídos, que son los que pierden su territorio, viven en situación extrema, migran a las zonas urbanas; los indígenas despojados, que son los que viven en territorios titulados, pero arrinconados. Sus tierras son desmontadas, deforestadas y puestas en producción por agricultores externos. Se quedan sin bosque, caza ni pesca. Sufren despojos graduales; y los indígenas reasentados, que son los que tienen reconocimiento legal sobre sus tierras, pero viven fuera de su territorio, buscan sus medios de vida en actividades extraprediales y extraagrícolas, viven en pequeños grupos organizados y sufren la falta de acceso a servicios básicos educativos”.

La situación es cada vez más compleja.

Mientras los indígenas ven cómo sus bosques se achican, también observan cómo las comunidades de los interculturales, que se levantaron ya sea con dotación de tierras o por avasallamientos, consiguen obtener servicios básicos que para ellos son todavía un lujo.

Desde Santa Rosa de la Roca hasta el kilómetro cero donde empieza el Área Protegida Municipal de San Ignacio de Velasco, existen 11 comunidades habitadas por los denominados interculturales, es decir, por personas que llegaron del occidente del país o por descendientes que ya nacieron en estas poblaciones.

Varias de ellas, cuentan con sistemas de agua que se bombean de pozos artesianos y que cuentan con un tanque elevado que almacena el líquido vital, para que el servicio llegue por cañería. En algunos de esos tanques elevados de concreto se lee: Estado Plurinacional de Bolivia, Ministerio de Desarrollo Rural y Tierras. También se observa, en algunas comunidades, alumbrado público y energía eléctrica en las casas durante las 24 horas del día.

De eso es lo que se quejan los vecinos que forman parte de la Central Indígena del Bajo Paraguá (CIBAPA). En Porvenir, desde hace años, vienen rogando a los alcaldes de turno de la Municipio de San Ignacio de Velasco, les compren una ambulancia para poder trasladar a los enfermos.

—Además de la ambulancia —dice el cacique de Porvenir— necesitamos tres ítems para maestros del colegio. Los padres de familia están pagando Bs 50 cada mes para pagar el sueldo de esos profesores que no cubre el Estado.

La energía eléctrica se potenció gracias a la Planta Despulpadora de Asaí, que fue financiada por el Programa Nacional de Biocomercio que en 2010 era administrado por la Fundación Amigos de la Naturaleza en 2010. La herencia de ese emprendimiento ahora está en manos de Rolvis Pérez y un equipo de trabajo de la comunidad que genera nueve empleos en la sección administrativa, da trabajo a 32 mujeres que laboran en dos turnos en el proceso de extracción de la pulpa y 50 hombres se encargan de la cosecha de la fruta.

El proyecto de generación de electricidad a través de paneles solares, de la planta despulpadora, logró consolidar un cofinanciamiento con la ayuda alemana que costó 420.000 dólares de los cuales el 50% está siendo cubierto por la planta y por los vecinos de Porvenir.

La energía eléctrica no solo llegó para el procesamiento de la pulpa del asaí. La comunidad también se vio beneficiada. Antes había corriente solo de 18:00 a 22:00. Ahora, las 24 horas del día.

Lo que no les dio el Estado, lo están gestionando los mismos comunarios o con ayuda de fundaciones, como la FCBC, que con el apoyo de la organización Aktion Amazonas, de Dinamarca, desarrolla acciones en esta área protegida y sus comunidades para conservar la conectividad e impulsar la gestión sostenible de los bosques, a través del desarrollo y apoyo a iniciativas productivas compatibles con la conservación y sustentabilidad.

Un comunario de Piso Firme, camina en busca de las palmeras de asaí.

Foto: Revista Nómadas.

En Porvenir, comenzaron un vivero forestal y un huerto con financiamiento del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el cual está siendo potenciado bajo recursos y soporte técnico de la FCBC. En ese espacio de vergel, crecerán durante los próximos meses los plantines de café, copoazú y cacao dulce, a implementarse en sistemas agroforestales para recuperar espacios de cultivo tradicionales. Los vecinos también contarán con asistencia técnica para la producción de plátano, para cultivar con técnicas eficientes, realizar el aprovechamiento tradicional de venta en racimo, comercializar productos como la harina de plátano, plátanos deshidratados al sol, chipilo (trozos pequeños y delgados fritos) y otros.

A cien metros de la comunidad está el cuerpo muerto de un arroyo. Era el punto de encuentro de los vecinos. Ahí se daban cita para abastecerse de agua, darse chapuzones en las tardes de calor ardiente y para lavar la ropa.

Esta acción se replicará en todas las comunidades del Bajo Paraguá, potenciando el aprovechamiento de productos no maderables, mejorando la soberanía alimentaria y diversificando la producción.

Otro recurso sostenible —según ha informado la FCBC— será la cosecha de miel de abejas nativas sin aguijón. A través del rescate de nidos, se establecerán en cajas para que las comunidades, quienes ya fueron formados por especialistas, puedan realizar un manejo y extracción, sin dañar las colonias, permitiendo que éstas continúen cumpliendo el importante y vital rol que tienen como polinizadores en los bosques, y además, generando ingresos económicos adicionales a la economía familiar.

Mientras los indígenas chiquitanos y guarasugwés buscan solucionar sus problemas de servicios básicos, de salud y educación. Los habitantes de las comunidades interculturales que se encuentran afuera del área protegida, tienen otras preocupaciones: expandir su territorio y lo que tienen al frente es el bosque chiquitano del Área Protegida Municipal del Bajo Paraguá.

El mismo alcalde de San Ignacio, Ruddy Dorado, lo ha confirmado. En una entrevista con Revista Nómadas, ha dicho que tiene la certeza de que los habitantes de esas comunidades que están antes de la línea fronteriza donde empieza el área protegida, son los que están avasallando ahora el área protegida.

Efectivamente, son gente vecina al Área Protegida que han ocupado esas tierras. No sabemos cuánto, todo es rumor, no podemos negar que hay asentamientos, pero usted no ve viviendas, pueden haber, 100, 200, 300 hectáreas (deforestadas) pero no ve viviendas porque ellos duermen aquí y van y trabajan al otro lado. Esa es la ventaja que tienen y la desventaja que tenemos nosotros. No es lo mismo que a un área protegida venga alguien de una distancia de 200 kilómetros y ahí es fácil sacarlo. Ellos están a 10 metros del área protegida, son 5000 personas, viven aquí, pueden trabajar allá. Esa es la ventaja que tienen, por eso se nos hace más difícil.

Pero de acciones para proteger el Bajo Paraguá, nada.

—Nosotros no tenemos el apoyo de nadie, estamos solos como municipio, como autoridades. ¿De qué sirve una visita? ¿Cuántos vamos a ir, cinco, 10, 20 autoridades? Cuando allá nos esperan 3.000 personas y no nos están esperando con cuñapé.

Dice que los esperan “con rabia, que no quieren diálogo, que ellos tienen una posición definida”.

La posición definida es tumbar el bosque, aunque el bosque se encuentre dentro de un área protegida.

Los avasalladores tienen una posición definida, el alcalde de San Ignacio, no la tiene cuando se trata de defender el patrimonio natural de San Ignacio.

Entrarse para talar el Bajo Paraguá es un delito. El artículo 8 de la Ley Autonómica Municipal número 469/2021 prohíbe asentamientos humanos de toda índole y e Informe Técnico Legal del INRA del 2021 concluyó que, al tratarse de Tierra Fiscal No Disponible, esta institución no inició ni iniciará procesos de dotación en la Reserva Forestal del Bajo Paraguá.

¿Los avasalladores del Bajo Paraguá están por encima de las leyes boliviana?, ¿por qué tienen carta blanca para hacer y deshacer en una zona donde está prohibido deforestar?, ¿por qué el alcalde de San Ignacio, Ruddy Dorado, tiene miedo a los interculturales, a pesar de que cuenta con una norma jurídica municipal para proteger al Bosque Seco Chiquitano?, ¿por qué el gobernador, Luis Fernando Camacho, no tiene fuerza política ni institucional para defender las áreas protegidas del departamento?, ¿qué papel juega en todo esto el Gobierno nacional?

Estas preguntas viajan por las comunidades indígenas del Bajo Paraguá.

Los avasallamientos, en el Bajo Paraguá, también generan incendios.

Foto: Karina Segovia.

En una de ellas, en Piso Firme, Walter Pérez, el cacique que acompaña a Hortensia Gómez en la dirigencia de esta comunidad que cuenta con cerca de 500 habitantes y que es la puerta de entrada al Parque Nacional Noel Kempff Mercado, que a su vez colinda con el Bajo Paraguá, protesta contra el alcalde Ruddy Dorado. Dice que él es el responsable de proteger a los árboles que están siendo derribados.

Varias veces, en su cama, cuando escucha el estruendo de la deforestación, se ha preguntado: Si esto sigue así, ¿dónde nos vamos a refugiar?

—Si no somos escuchados, defenderemos nuestra tierra con uñas y dientes— ha dicho Walter Pérez, mientras observa el río parsimonioso del Bajo Paraguá que pasa por una orilla de Piso Firme, mientras también le pide al Gobernador, Luis Fernando Camacho, que no se quede con los brazos cruzados.

—Si esto sigue así, ya no habrá más reserva forestal. Nuestros hijos, ¿de qué van a vivir?

Eso pregunta.

—No tendrán frutas ni alimentos que regala el bosque.

Eso responde.

Hortensia Gómez es dueña de un hotelito que está a metros del río. Desde el comedor, el amanecer se observa por una ventana grande que invita a caminar por las riberas, donde hay algunos árboles frondosos y al frente de una calle de tierra, una hilera de casas de madera que le dan a Piso Firme un aspecto parecido a las fotos de postal.

En este escenario de naturaleza viva, Hortensia, se mueve con el mayor de los entusiasmos para proteger tanto al Bajo Paraguá de todas las amenazas que, a estas alturas, provienen de los incendios, la deforestación, del tráfico de tierras y del narcotráfico.

Ella se mueve en Piso Firme, liderando varias actividades que buscan desarrollar la producción, la cultura y la defensa de la naturaleza. Pero también suele viajar cuando se ve obligada a tocar las puertas de autoridades municipales, departamentales y nacionales. Hortensia Gómez es una centinela del bosque seco chiquitano y de la Amazonía, es el oído que está alerta ante los ruidos que provocan los desmontes, es la voz vigía que grita a los cuatro vientos cuando le están hincando el puñal al bosque.

La cacique de Piso Firme asegura que los avasallamientos afectan ya a todas las comunidades indígenas. Dice que, cada día, el río Paraguá y los arroyos tienen menos agua, que la sequía avanza, que sin agua no hay producción, que, por eso, cada vez son menos los que siembran maíz, arroz, frejol, porque todo eso se seca.

La seguridad alimentaria no está segura para las comunidades indígenas del Bajo Paraguá.

Hortensia dice que las cosas han cambiado aquí, que los calores son insoportables y que traen enfermedades. Pero a pesar de todo, asegura que sigue en la lucha. Sacando a Piso Firme adelante. Impulsando el turismo, demostrando a los avasalladores que se puede vivir haciendo turismo sin hacer daño al medioambiente.

La cacique de Piso Firme también critica al alcalde de San Ignacio.

Es otra más que le apunta con su dedo crítico.

El nombre de Ruddy Dorado es uno de los que más se repiten en esta crónica.

Son varias personas y autoridades la que le echan en cara que —a pesar de que tiene instrumentos legales para planificar la expulsión de los avasalladores de un área protegida que es municipal— no acciona ninguna estrategia.

Ruddy Dorado está mirando de palco cómo los colonos derriban nuestro bosque. El alcalde no hace nada. Mientras, la deforestación avanza. Cuando uno va a las zonas desmontadas, no los encuentra, pero los domingos hacen sus reuniones. Se los ve en multitud alrededor de la tierra devastada. Estamos viendo cómo hacer presión al alcalde. Vamos a ir a exigirle a su oficina”.

Mientras el alcalde duerme sin que los sonidos de los avasallamientos lo despierten, Hortensia Gómez propone colocar trancas en el camino de tierra del Bajo Paraguá, para evitar que ingresen los colonos que deforestan la selva. Cree que esa será una forma de que  exista presencia de Estado y que este territorio no se convierta en tierra de nadie.

Carola Vaca está enterada de todo lo que ocurre. Ella trabajó durante 10 años como guardaparque en el Noel Kempff Mercado, entre el año 1996 y el año 2006.

Recuerda que, en aquellos tiempos, tenían un comité de gestión bien estructurado y cuando existía amenaza de avasalladores de tierra, se hacía una estrategia para proteger la Tierra Comunitaria de Origen (TCO) del Bajo Paragua.

“Para la dirección del Parque y el cuerpo de protección, era muy importante apoyar al Bajo Paragua, porque formaba parte de la zona de amortiguación del Noel Kempff. Siempre se coordinaba con el Ejército de San Ignacio y se hacía una tranca para controlar todos los movimientos de extraños. No se permitía el ingreso a personas que no tenga una justificación dentro del área protegida. Había mucho compromiso del Municipio de San Ignacio. No había color político cuando se trataba de proteger Bajo Paraguá y el Noel Kempff. Había un sentimiento chiquitano, cruceño y boliviano que quería proteger su patrimonio natural”, cuenta Carola Vaca, con un notorio aliento de nostalgia.

Propone hacer una gestión interinstitucional: “Las autoridades locales de la TCO deben hacer gestiones con todos los actores: autoridades municipales, departamentales y nacional, también con el Ejército, la Policía y deben involucrar a la ABT para que ayude a controlar los saqueos ilegales y los incendios”.

Asegura que la creación del Área Protegida Municipal del Bajo Paragua es lo mejor que le ha podido pasar a este territorio, para poder fortalecer la protección y la integridad de su territorio. Pero —aclara— de nada sirve una la ley, un plan de manejo y todas las buenas intenciones, si no existe una estructura operativa que haga efectiva esta gestión dentro de la Reserva.

La implementación de varias trancas en el camino—para Carola Vaca— es una acción de las tantas medidas que le hace falta al Bajo Paraguá: “Si hay trancas, se puede socializar la reserva y luchar contra los actos ilegales. También es fundamental la señalización con letreros a la entrada y a la salida, cada 15 km debe haber uno para visibilidad del área protegida. También debe haber un patrullaje y monitoreo permanente con un cuerpo de protección estructurado”.

Los mensajes de esta guardaparque están cargados de sugerencias y de esperanzas.

***

Una de varias comunidades, en el Bajo Paraguá.

Foto. Revista Nómadas.

La diputada cruceña, María René Álvarez, ha decidido defender a la naturaleza con todas las herramientas que le dan las leyes y normas del Poder Legislativo: presentó, a la Asamblea Legislativa Plurinacional, el proyecto normativo que eleva a rango de Ley el Decreto Supremo N° 22024 para la protección y preservación de la Reserva Forestal Bajo Paraguá, actualmente en riesgo por la deforestación que está sufriendo a causa de los avasallamientos.

Los pueblos indígenas del Bajo Paraguá y de Bolivia, realizaron conquistas históricas para conseguir el reconocimiento y la titulación de sus territorios.

Lo hizo porque cree necesario contar con una norma nacional para proteger un patrimonio que es de Santa Cruz y de todos los bolivianos. Y porque sabe que el Bajo Paraguá está sufriendo ataques sistemáticos de desmontes ilegales, de usurpadores de tierras con fines de engorde para su comercialización ilegal.

Fortalecer el respeto y resguardo de las áreas protegidas como Bajo Paraguá, antesala del parque Noel Kempff Mercado, —ha enfatizado— es una obligación de todos los bolivianos en el contexto internacional. Sabe que al preservar el Bajo Paraguá, se garantiza el respeto a los derechos de los pueblos y de comunidades indígenas chiquitanas y güarasugwés.

A esa voz de María René Álvarez, se suma la del presidente del Comité Cívico de San Ignacio de Velasco, Dino Franco Barba. Él, al igual que muchas otras autoridades, critica la actitud pasiva del alcalde Ruddy Dorado: “Pareciera que hay algo en este tema que lo ha comprometido con las personas de esta zona. Los colonos aducen que son hijos de las familias que viven en comunidades La Estrella y San Martín, entre otras, que son vecinas del área protegida”.

Ante esta realidad, el presidente cívico cree que la única forma de proteger a la naturaleza, es utilizar a la fuerza pública para sacar a los autores que avasallan.

Recordó que el Bajo Paraguá es Reserva Forestal, Área Protegida Municipal y Tierra Fiscal No Disponible. Títulos que deberían ser suficientes para que ningún ser humano en este mundo, se atreva a realizar desmontes ilegales en territorio del que dependen no solo animales y una rica vegetación, sino, indígenas que tienen en el bosque los únicos sustentos que necesitan para vivir.

El ingeniero Forestal Marcelo Ruiz Vega, pone énfasis en que las Reservas Forestales del país, se crearon para conservar los sitios con alto valor en biodiversidad y riqueza forestal que constituyen el patrimonio más importante del país y, como tal, el uso y aprovechamiento de sus recursos debe sujetarse a normas técnicas para la sostenibilidad del bosque. Recuerda que, históricamente, las Reservas Forestales fueron la universidad de bastantes profesionales que creen, que los recursos que provienen de los bosques aportan a la economía del país y de las familias originarias del lugar, sin poner en riesgo su permanencia en el tiempo.

Resalta que el Bajo Paraguá se encuentra en un lugar de privilegio, como un gran corredor Biológico que conecta al Parque Nacional Noel Kempff Mercado y a la Reserva de Vida Silvestre Rio Blanco y Negro, atravesando a lo ancho del departamento y que la Reserva es abrazada por el río Paragua y río San Martin de gran importancia Socioambiental para la convivencia de comunidades originarias, que por sus condiciones edáficas y climatológicas no son favorables para el desarrollo agrícola, haciendo apropiado su uso para actividades de desarrollo forestal.

El ingeniero Forestal, que apoyó al desarrollo productivo forestal de las TCO Bajo Paragua, Zapocó, Guarayos, Monte Verde y Bajo Izozo, hace memoria y saca números: “Desde hace 13 años que los asentamientos humanos y la deforestación rebasaron ilegalmente la línea protección de la Reserva Forestal de Producción Bajo Paragua, denotándose ya en los cambios climáticos y la perdida irreversible de los recursos naturales”.

Advierte que los guarasugwés y los chiquitanos del Bajo Paragua, cuidantes naturales del medioambiente, tienen a los bosques como fuente principal de su economía y de sobrevivencia y que la pérdida de su sostén de vida, fruto de la deforestación, provocará la migración y la pérdida de identidad de estas culturas que son un patrimonio de la humanidad.

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La crisis del agua ya se sufre en las comunidades donde viven los interculturales, en esos territorios desde donde —lo   dicho por el alcalde de San Ignacio de Velasco, Ruddy Dorado— salen las personas que van a avasallar el Área Protegida Municipal del Bajo Paraguá.

El territorio, para ellos, es todo lo que tienen y donde albergan no solo sus casas, sino, donde consiguen sus alimentos y viven en armonía con su entorno y el universo.

En la comunidad de San Martín, donde antes había bosque y ahora cultivos agrícolas, Pascuala Medina es una de las vecinas que sale de su casa con una carretilla con ropa sucia y se dirige hasta unos barbechos donde existe un viejo pozo de agua artesiano.

Acude a este lugar en busca de agua.

El agua lo saca del pozo y lo coloca en un recipiente de plástico. Se sienta entre las yerbas crecidas que están a pocos metros del pozo, a un costado de la carretera.

Hasta su casa el agua llega cansada. Muy poca como para lavar la ropa de su familia. Sí le da para cocinar porque la comida no exige abundante agua. Aunque a veces, ni siquiera para eso.

A cuenta gotas a veces sale. Dice.

Aquí, tiene agua sin que nadie le mezquine. No sabe, con precisión, cómo ni cuándo se cavó este pozo del que ahora depende. Ha de haber sido cuando no había agua por cañería en el pueblo, se anima a especular.

Las casas de San Martín tienen el sistema de agua que llega hasta las viviendas, aclara, pero con las altas temperaturas —revela— también llega la escasez que cada año suele ser peor. Por eso, Pascuala Medina se ve obligada a venir aquí.

La selva que genera las lluvias que alimentan los acuíferos del departamento de Santa Cruz, está cada vez más lejos de las comunidades colonizadas de San Martín, de Santa Clara de la Estrella, de San Francisco, de Guadalupe, de Santa Marta y de Valle Hermoso, de Eduardo Abaroa y de Palmeras. Está más lejos porque los desmontes avanzan de aquí hacia la zona boscosa, hacia el área protegida del Bajo Paraguá, donde los indígenas, dueños ancestrales del bosque, ya no duermen tranquilos, sino, a sobresaltos, por miedo a quedarse sin monte ni territorio.

A quedarse sin comida ni casa.

La copa espléndida de un árbol, dentro del área protegida de Bajo Paraguá.

Foto. Karina Segovia.

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DIRECCIÓN Y TEXTOS: Roberto Navia. PERIODISTA, PRODUCTORA MULTIMEDIA Y EDITORA DE RRSS: Lisa Corti. JEFA DE PRODUCCIÓN Y FOTOGRAFÍAS: Karina Segovia. DISEÑO Y DESARROLLO WEB: Richard Osinaga.

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