Loader

ESPECIALES

Expedición al epicentro de la sed

Efecto de la sequía en la producción de maíz en la Comunidad de San Francisco.

Foto: © WWF-Bolivia / Revista Nómadas.

En las profundidades del Bosque Seco Chiquitano, del Chaco y del Pantanal boliviano, el agua dulce ya es un bien escaso y urgente. Los humedales se secan, mientras la sed avanza al ritmo de la deforestación y de los incendios forestales. A pesar del tamaño de la crisis climática, quienes habitan este universo natural de Bolivia, se levantan cada día, decididos a emprender ésta que es una de las batallas más duras de sus vidas.

10 de noviembre de 2022

La presente investigación ha sido elaborada por Revista Nómadas, con el apoyo de WWF Bolivia.

Sufren de sed los seres humanos y los animales. Los unos, buscan el agua para tomar, en las entrañas de la tierra. Los otros, en atajados de viejas lluvias que todavía quedan pero que tras cada salida de sol las grietas rajadas avanzan sobre su superficie como una gangrena hambrienta. Ambos —veces— se topan en las venas angostas de algún arroyo o de un río moribundo y terminan —con desconfianza— mirándose a los ojos, como se miran también cuando coinciden frente a las vasijas vacías que se amontonan al lado de un grifo totalmente seco.

San Francisco, a su vez, es el epicentro de su existencia, su lugarcito en el mundo desde donde, junto a un puñado de otras familias indígenas chiquitanas, son los centinelas del ANMI San Matías.

No es el escenario de una película apocalíptica en territorios lejanos o que ocurrirá dentro de varias décadas, cuando los hijos de nuestros hijos sean los que estén poblando el planeta. Ocurre ahora y en Bolivia, en los territorios del Bosque Seco Chiquitano, del Pantanal y del Chaco cruceño, tres ecorregiones de Bolivia golpeadas por la sequía, la deforestación y los incendios forestales.

“Antes no era así. O por lo menos, tardaba un poco más en apagarse todo”, dice María Bejarano (51), mientras sus manos grandes de mujer de campo refriegan la ropa de sus tres hijas en un lavador con muy poca agua.

“El agua es un lujo en San Francisco”, dice y también mira a los baldes, a los lavadores y a los bidones que están presentes y vacíos por toda la casa.

La casa, es una habitación de madera, con techo de palma y con un corredor donde cuelga una hamaca en la que María descansa su cuerpo con sed cuando el día se está yendo a dormir.

San Francisco, a su vez, es el epicentro de su existencia, su lugarcito en el mundo desde donde, junto a un puñado de otras familias indígenas chiquitanas, son los centinelas del Área Natural de Manejo Integrado (ANMI) San Matías, que se encuentra al Este del departamento de Santa Cruz y que, con sus 2,9 millones de hectáreas, es el área protegida más grande de Bolivia y cuya extensión supera tres veces —por ejemplo— Ciudad de México.

Un territorio extenso y con sed.

María Bejarano cree que, explorando mucho más allá, puede que la vida sea diferente, que el agua mane como en los mejores tiempos de sus abuelos, que haya lugares donde los ríos no se estén secando como se extinguen en San Francisco.

San Francisco —ella no lo sabe— es un punto más en el gran mapa de la sequía que el planeta está padeciendo.

La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), ha hecho conocer el tamaño del problema: El 90% de los desastres naturales en el mundo está relacionado con el agua, el 27% de las especies de agua dulce están amenazadas de extinción y la necesidad del líquido vital avanza a pasos de liebre, a tal punto que para el 2030 habrá un 50% de aumento en la demanda mundial del agua.

En San Francisco, la demanda de agua es un dolor que los vecinos deben soportar cada día.

No siempre fue así.

Durante los años de la niñez de María Bejarano, el río que pasaba a 50 metros de su casa, estaba en perfecto estado de salud. Sus aguas fluían como un animal manso y nunca alguien perdía el tiempo quejándose de la crisis del agua, porque la sequía era algo que no pendía como una amenaza sobre las personas ni los animales ni las plantas de esta región del planeta.

María Bejarano cree que, explorando mucho más allá, puede que la vida sea diferente, que el agua mane como en los mejores tiempos de sus abuelos.

El río de San Francisco ahora es un callejón silencioso, sin agua y sin las sombras de los árboles que crecieron junto a María Bejarano. Ella recuerda que empezó a disminuir su caudal poco a poco, hasta que en los últimos cinco años quedó seco totalmente. Ahora, si alguna vez cae una tormenta, el agua vuelve a pasar engañosamente, porque en pocas horas se ha ido de nuevo.

“El agua viene y se va como un ave de paso”, cuenta y su mano derecha dibuja el aleteo de un pájaro que desaparece a la velocidad en que se pierden sus palabras en el aire caliente de San Francisco.

Para buscar una salida, esta comunidad chiquitana logró tener un pozo artesiano, un motor para bombear el agua y un tanque con capacidad para almacenar 5.000 litros del líquido imprescindible para vivir. Pero la alegría fue efímera porque, primero, el pozo empezó a perder su caudal, después, el motor a recalentarse al poco tiempo de que lo encendían.

“El motor solo puede funcionar 10 minutos de manera ininterrumpida. Tenemos que estar velando el agua que sale a chorritos”, cuenta, mientras sus manos, ahora, refriegan la ropa. Después de un largo suspiro, María Bejarano dice que lo que más duele es ver a las aves y las abejas que vienen a buscar agüita en los recipientes donde ella les deja, aunque sea un poquito para que calmen su sed.

A doscientos metros de la casa de María Bejarano, vive Herland Barba Solís, el vecino que cuando empezó a sentir que la sequía iba a ser un problema difícil de solucionar, tomó sus previsiones: cavó con sus propias manos una noria en el patio de su casa, pero la vertiente de agua que encontró, se secó de la noche a la mañana. De vez en cuando asomaba la cabeza por la boca del pozo para husmear si el agua volvía a brotar, pero hasta ahora no ha vuelto a ocurrir. Por eso, está decidido a taparlo definitivamente para evitar que el pozo se convierta en un peligro mortal para los animales silvestres que llegan sedientos del monte y que intentan también estirar el cuello, creyendo que pueden encontrar agua.

Dalila Bejarano, la esposa de Herland, siente que la situación ha llegado a tal punto que se considera una mendiga del agua porque cada litro que consigue, debe pensar bien en qué gastarlo.

Marido y mujer se levantan a las cuatro de la mañana, encienden la leña, colocan la caldera y, mientras conversan sobre los problemas de la vida y cómo enfrentar la jornada, toman mate caliente que aquí en San Francisco le llaman Chimarrón.

Caballos calmando su sed en un atajado de Santo Corazón.

Foto: © WWF-Bolivia / Revista Nómadas.

Enfrentar el día con carencia de agua no es fácil en esta zona del Bosque Seco Chiquitano. A la pareja de esposos les da tristeza ir al chaco porque allá no hay nada, se les ha secado el maíz y la yuca, los principales productos que les garantizaba una seguridad alimentaria.

Enfrentar el día con carencia de agua no es fácil en esta zona del Bosque Seco Chiquitano. A la pareja de esposos les da tristeza ir al chaco porque allá no hay nada, se les ha secado el maíz y la yuca.

El chimarrón —dice ella— ayuda a combatir las penas.

Al frente de la casa de Herland y Dalila, pasando el camino de tierra que nace en El Carmen Rivero Torrez y que llega hasta Rincón del tigre y que después sigue hasta Santo Corazón, Julio César Chonaca Campos, presidente de San Francisco, también lo ha perdido todo en el campo. Camina por entre los surcos de su chaco y solo necesita pararse en el maizal, arrancar una mazorca y comprobar —una vez más— que el fruto se ha secado antes de madurar.

Su mitrada refleja el eco de la desilusión.

“Son 17 comunidades de esta zona del ANMI San Matías las que sufren de la sequía”, cuenta.

A pocos metros de donde está Julio César, pasa una docena de vacas con la cabeza agachada a las que él mira con tristeza, porque sabe que esos animales han estado caminando en busca de agua.

En San Francisco existe un campamento de los guardaparques. Rosario Menacho (29) ya lleva siete años siendo parte del cuerpo de protección del ANMI San Matías, que está ubicada al Este del Departamento de Santa Cruz, en las provincias Ángel Sandoval, Germán Busch, Chiquitos, Velasco y en los municipios de San Matías, Carmen Rivera Torrez, Puerto Suarez, Quijarro, Roboré, San José de Chiquitos y San Rafael, y que también limita con la República del Brasil.

Pertenecer a tantos lugares no le ha garantizado combatir con mejores resultados los problemas medioambientales.

A pesar de eso, Rosario trabaja con alegría, pero siente una tristeza enorme cuando sale a patrullar: “Vemos a la vegetación muy seca y a los animales, cansados, buscando agua”, dice Rosario, que lejos de perder las fuerzas, cada mañana se levanta con la esperanza de que el cielo pueda regalar una lluvia menuda y larga.

Aldo Cuéllar es compañero de trabajo de Rosario. Ha puesto su mirada las plantas de papaya que tienen las hojas tristes, a punto de caer rendidas por la falta de agua.

“Se nota que las plantas tienen sed. Antes las regábamos. Ahora ya no, porque estamos racionando el agua”.

Aldo aprendió a cosechar agua de lluvia. Coloca varias vasijas debajo de las canaletas de los techos para que cuando las nubes descarguen el agua, se acumule en los baldes y lavadores.

Como en el campamento son pocos, por lo general dos personas, el agua les dura más que a los vecinos. Pero una nueva lluvia tardará en llegar y Aldo ya está preocupado porque apenas le queda un par de botellas con agua.

Mauricio Morales, director del ANMI San Matías, revela que las comunidades que están dentro del área protegida, que son 13, sienten la escasez de agua, que existe una situación preocupante y que la sequía se profundiza con el paso de los años.

***

En Palmeras también se ha arruinado el motor con el que bombeaban agua para alimentar al tanque de 15.000 litros que luce imponente en una torre de 10 metros de alto, que se encuentra en la plaza de la comunidad, donde viven 70 familias chiquitanas.

A pesar de eso, Rosario trabaja con alegría, pero siente una tristeza enorme cuando sale a patrullar: “Vemos a la vegetación muy seca y a los animales, cansados, buscando agua”.

“No tenemos agua desde hace 10 días ni en las casas, ni en los colegios ni en la posta sanitaria”, lamenta Mario Menacho, presidente de la OTB de Palmeras que se encuentra a 20 minutos de San Francisco.

Para que el agua vuelva a los grifos de Palmeras, deben comprar la pieza del motor que se ha arruinado y que, según Mario Menacho, cuesta 70 dólares, pero que no la encuentran en los centros más poblados como El Carmen, Roboré ni Puerto Suárez.

A simple vista, el patio de la casa de Agustín Ramos parece un mercadillo donde se venden lavadores, turriles, baldes y botellas de plástico. Él es el presidente de Palmeras y decidió hacerse de decenas de recipientes porque se considera un hombre listo para tener a mano todos lo que pueda servir para almacenar agua.

Hace dos días ha ocurrido algo que le ha partido el corazón. Una vaquilla que acostumbraba a venir en busca del agua, no ha podido calmar su sed porque en la casa no había “nada de nada”.

“Ayer tuve que correr para atrapar a la cisterna que está socorriendo a la población. Se estaba pasando de largo. No tenía nada de agua ni para cocinar”, cuenta Agustín, que inclina un turril para mostrar que está totalmente vacío.

Como la situación se ha puesto dramática, la comunidad de Rincón del Tigre, que sí cuenta con un pozo artesiano y de un motor sano para bombear el agua, les está proveyendo agua por unos días.

“Ésta es una comunidad hermosa, tenemos escuela, posta sanitaria, pero no agua, y sin agua, no se puede vivir”, dice y se queda callado por un largo rato, mirando el cielo, como si estuviera buscando la presencia de nubes negras.

Frank Brito, presidente de la comunidad San Miguel, cuenta que cría ganado, que tiene 450 hectáreas llenas de árboles, que no ha deforestado porque de nada serviría, porque ahí es tierra muerta para la producción agrícola y para el pasto.

Los árboles. Los árboles si crecen porque están en su reino.

También rebela que la noria de 12 metros de profundidad que él cavó con sus “propias muñecas” se ha secado hace tres años y que ahora, sus animales están sobreviviendo gracias a la vertiente que se encuentra dentro de una propiedad privada, cuyo dueño le da permiso a regañadientes para que beban sus vacas.

Recuerda el incendio forestal de hace unos años quemó una parte del alambrado de esa propiedad privada, y gracias a eso, sus reses pueden ingresar a la vertiente.

“Pero el dueño dijo que instalará otra cerca y temo que esa fuente de agua ya no esté disponible. Creo que él quiere cuidar el agua para sus animales”, lamenta, y vuelve a buscar alguna nube negra en el cielo.

Las imágenes de los baldes y los bidones y los turriles de plásticos son recurrentes en San Francisco, en Palmeras y en San Miguel, pero también lo serán a lo largo de toda la ruta hacia Santo Corazón, adonde se llega por un camino serpenteado de 150 kilómetros de largo, con alguna que otra comunidad o hacienda ganadera a los costados, y atajados de agua a medio morir y con vacas silenciosas que intentan tomar agua a pesar de que el lodo de las orillas las puede condenar a una muerte lenta.

Pero, si antes, uno decide avanzar por una ruta distinta y se mete por la izquierda, a los cinco kilómetros del cruce entre Rincón del Tigre y el camino que va a La Gaiba, puede que encuentre una de las tantas bellezas naturales que existen en el ANMI San Matías. Metida en una propiedad privada y cuidadosamente protegida, se encuentra La Naciente, una vertiente de agua cristalina y placenteramente tibia, con vegetación virgen a los costados y arena suave y blanca en el fondo que la pinta de un suave turquesa.

Las aguas cristalinas, recién nacidas, se abren paso para formar un arroyo que se pierde entre una vegetación arropada por el canto de las aves.

***

El barco que en otros tiempos utilizaban los guardaparques, para patrullar el Otuquis, por el río Paraguay.

Foto: © WWF-Bolivia / Revista Nómadas.

Edison de Olivera Cabrera, es un hombre de origen brasilero que aprendió a domar las inclemencias del tiempo. Es dueño de la estancia San Pedro, que se encuentra en el municipio de San Matías, cantón de Santo Corazón, y provincia Ángel Sandoval. Desde ahí combate a los efectos de las lluvias que suelen anegar los caminos. Pero a la que más teme, es a la sequía, porque durante más de siete meses debe buscar alternativas para tener la menor cantidad de pérdidas de animales por efectos de la escasez de agua.

A pocos metros de donde está Julio César, pasa una docena de vacas con la cabeza agachada a las que él mira con tristeza, porque sabe que esos animales han estado caminando en busca de agua.

Tiene una noria de nueve metros de profundidad, que solo puede dar mil litros de agua por hora, una cantidad que —asegura— no da para mantener al ganado.

Edison de Olivera enciende el motor que está al lado de la noria y su cara se ilumina cuando siente cómo el agua sube desde el pozo y sale por una manguera que agarra firme con sus dos manos.

Pero la felicidad en la cara le dura poco. Ahora se ha acordado de que la sequía no llega sola, que siempre viene acompañada de los incendios forestales que amenazan con meterse en las haciendas, matando cultivos y también a los animales.

Para llegar a Santo Corazón, desde la estancia de Edison hay que recorrer 20 kilómetros por un camino arenoso: “Tengan cuidado de no plantarse en la arena”, suele recomendar a los viajeros que le tocan la puerta para saber cuánto más de camino falta recorrer en la espesura del Bosque Seco Chiquitano.

Santo Corazón tiene una de las puestas de sol más bellas de este mundo. El cielo del atardecer oscila entre el naranja y el rojo intenso. La serranía del Sunsás, donde nacen las vertientes de agua que después alimentan a algunos de los humedales de la región Chiquitana, vigila al pueblo como un felino curioso y los vecinos se regocijan viendo ese espectáculo como si fuera la primera vez en sus vidas. Las tardes de gran calor los lleva de la mano hacia La Lajas, donde el río que pasa por las orillas de la comunidad ha formado una piscina natural rocosa con aguas diáfanas que invitan a que la gente refresque el cuerpo hasta que salga la luna.

Pero durante los últimos años, una preocupación embarga a los habitantes de Santo Corazón. Han percibido que el nivel del agua del río ha disminuido y que eso se nota especialmente porque el líquido elemento que es bombeado de este recurso hídrico, ya no sube hasta los barrios que se encuentran en la parte alta de la comunidad.

Los días de racionamiento de agua se extienden y los vecinos afectados vuelven a recorrer el camino de sus abuelos, cuando acudían hasta el río para aprovisionarse de agua. Los dirigentes de la comunidad ya han convocado a varias asambleas para que, entre todos, unan esfuerzos para buscar soluciones a este problema que, consideran, vital.

Flor Delicia Ramos Barba (36), es la presidenta de la Asociación de Mujeres que producen aceites esenciales de cedrón, albaca y otras plantas medicinales que crecen en la zona. Las 17 mujeres que forman parte de la asociación, tienen interés en cultivar un huerto propio, pero lo que les frena es la escasez de agua, porque temen que los arbustos se sequen durante los meses de la sequía.

“Nuestro sistema de agua ya no abastece. Nuestro río tiene menos caudal desde mayo. Antes, recién en agosto se veía mermar un poco”.

El cacique de Santo Corazón, Jorge Suárez Cuéllar, coincide con Flor Delicia, en que el pasado reciente fue mucho mejor, porque en todas las casas salía agua del grifo durante las 24 horas del día.

En el pasado —había dicho Flor de Delicia— había menos deforestación.

Según el Observatorio del Bosque Seco Chiquitano de la FCBC, “Santa Cruz pierde cada día más de 500 hectáreas de bosque, que pone en riesgo la seguridad hídrica y alimentaria de millones de habitantes, además de un fuerte impacto en la biodiversidad y los ecosistemas. La pérdida de cobertura, vinculada a la agricultura, ganadería extensiva, tala indiscriminada y minería, reduce la fertilidad del suelo, potencia la erosión y degrada la tierra, comenzando un lento pero imparable proceso. Las áreas protegidas, que protegen cuencas hidrográficas y humedales, permiten la conservación del agua, la restauración de la tierra y con una buena gobernanza logran una eficiente gestión de los recursos, permitiendo el desarrollo y producción sostenible, garantizando así nuestros medios de vida y potenciando nuestras opciones de adaptación al cambio climático”.

La noche ha caído en Santo Corazón. Desde las calles se ven los resplandores de algunas cocinas a leña y la silueta de las personas que están sentadas alrededor del fuego. Las conversaciones que se tejen en algunas casas, terminan tocando el racionamiento del agua y el problema que acarrea en las actividades cotidianas.

En el interior de las comunidades, la conversación es piedra fundamental a la que le dedican varias horas al día, especialmente en la noche, cuando los padres de familia han llegado de las labores de campo.

***

Bahía Negra es la prueba más elocuente de que el acceso al agua no solo garantiza una mejor calidad de vida, sino, que es una fábrica de felicidad.

Aldo Cuéllar es compañero de trabajo de Rosario. Ha puesto su mirada las plantas de papaya que tienen las hojas tristes, a punto de caer rendidas por la falta de agua.

La comunidad, que cuenta con 13 familias, ubicada a 20 km. de Santo Corazón, a un costado del camino que va a San Fernando y Candelaria, desde abril ya no se queja de la falta de agua, gracias a que la Fundación WWF Bolivia, en coordinación con el ANMI San Matías, hizo entrega de un pozo de agua para consumo humano con sistema de bombeo fotovoltaico que convierten la energía solar en energía eléctrica para alimentar una bomba de agua.

Gabino Taceó Choré, encargado de Control Social de Bahía Negra, abre el grifo, que está a pocos metros de los paneles solares, y su cara se ilumina con una alegría que él mismo reconoce, no sentía desde hacía mucho tiempo. Recibe el agua con sus dos manos y la bebe con esmero bajo el tibio sol de las dos de la tarde.

Varios vecinos están a su alrededor. Uno tras otro repite la misma acción. Hacen de sus manos un cuenco que recibe el agua y que después llevan a la boca para darse un festín con el líquido vital.

Gabino cuenta que antes, los comunarios, tenían que ir a un río, que no está cerca, desde donde acarreaban el agua en bidones. Recuerda también que los niños se enfermaban.

Calmar la sed, antes, tenía sus riesgos.

Aquel tiempo en que no tenían el servicio de agua, desesperados por la dura realidad, los vecinos habían considerado abandonar la comunidad, para ir a ubicarse en algún otro lugar de la Chiquitanía o del Pantanal, donde no se tenga que sufrir por la escasez de agua.

Un éxodo climático empujado por la sed.

Pero ahora no quieren irse, por el contrario, tienen grandes deseos de progresar, y la nueva aspiración que los motiva es que no exista solo un grifo para la comunidad, sino, que el agua llegue a cada uno de los hogares.

“Las cosas van a mejorar. Ahora con el agua en la comunidad, todo será más fácil”, enfatiza.

En Bahía Negra, también están contentos porque varios vecinos fueron capacitados para que aprendan el funcionamiento y mantenimiento del sistema fotovoltaico, para garantizar el buen funcionamiento de la bomba de agua.

La satisfacción que sienten los vecinos, radica no solo en que ahora tienen agua para beber, sino, que también pueden socorrer a sus animales en los peores tiempos de la sequía y regar las siembras de maíz, y yuca, que, junto al arroz y al frejol, son los alimentos que producen para alimentarse durante el año.

El director del ANMI San Matías, Mauricio Morales, coincide en que, al no haber acceso al agua, muchas comunidades tienen a emigrar, a salir. Recuerda que Bahía Negra, le hizo saber que, si no se solucionaba el problema, las familias se iban a ver obligados a abandonar su comunidad.

“Por eso, con la WWF, se ha logrado realizar un pozo con el sistema fotovoltaico para dar el acceso al agua a esta comunidad que no tenía ni una gota”, cuenta el director de San Matías.

***

Los estudiantes de San Ignacio, llaman a proteger el medioambiente.

Foto: © WWF-Bolivia / Revista Nómadas.

El cielo se ha puesto negro en Roboré y aún no son ni las tres de la tarde. Algunas personas que camina por las calles de este municipio que se encuentra en plena Chiquitania de Santa Cruz, mira de rato en rato hacia arriba y apuran sus pasos, empujadas por la amenaza de una lluvia que se hará esperar.

«Se nota que las plantas tienen sed. Antes las regábamos. Ahora ya no, porque estamos racionando el agua», lamenta el guardaparque Aldo Cuéllar.

El presidente del Comité Cívico de Roboré y responsable de la Resistencia de Valle de Unidad de Conservación del Patrimonio Natural y Reserva Municipal de Vida Silvestre Tucabaca, Rubén Darío Arias Ortiz, ha estado analizando sobre el comportamiento del clima y cómo las cabeceras de los ríos se han ido quedando sin árboles, bajo la embestida de asentamientos humanos y el avance de la producción agrícola.

“Es alarmante el problema. El caudal hídrico de los ríos disminuyó y se los está sobreexplotando”, dice, con una voz que no oculta su preocupación, porque sabe que la realidad ya no es la misma que la de hace años, cuando todos en el municipio se proveían de agua de los afluentes que nacían en las cabeceras de Roboré.

Pero ahora todo ha cambiado.

Recuerda que a Roboré también se la conocía como La perla del oriente, por la cantidad de corrientes de agua que atravesaban por el municipio, entre ellos, los ríos San Manuel, Roboré y San Luis.

Ahora todo cambió: el agua que beben en el pueblo y varias comunidades indígenas y campesinas la tienen que sacar a través de los pozos artesianos.

“Han deforestado en la cuenca alta, muy cerca del lecho de los ríos”, lamenta.

Edgar Guzmán, vicepresidente de la Cooperativa de Agua de Roboré, dice con una voz aplomada: “Ya sentimos los efectos de la escasez de agua. Hay una merca de hasta más del 50% del caudal de los ríos que nos venían abasteciendo. Por eso miramos otras formas de abastecimiento, como son las aguas subterráneas. No hay más alternativas. Creo que todas las poblaciones chiquitanas nos vemos enfrentadas a ese futuro, a un desastre ambiental. Hay grandes incendios, zonas deforestadas, ocupadas con intervención humana que causan desbalance ecológico. No hay civilización que viva sin agua”, advierte.

El informe técnico realizado por la FCBC, bajo el título Diagnóstico por teledetección de áreas quemadas en la chiquitania , también registró el efecto de los incendios ocurridos entre el 9 de Julio al 10 de octubre del 2019 y que afectaron a las 10 cuencas que existen en la región del Bosque Modelo Chiquitano: “En orden de afectación por superficie, se encuentra la cuenca Curichi Grande, ubicada en el municipio de San Matías, con 1.273.020 hectáreas quemadas, que equivalen al 29.20 % de su superficie, luego, la cuenca del río Tucabaca, con 553.055 hectáreas afectadas, que representan el 19.85 % del total de su área de extensión. Otras cuencas que fueron dañadas, son las de San Miguel, Paraguá, San Martín, Itenez Sur y San Julián”.

Por la dimensión de los incendios, el estudio se estima que hubo mucha ceniza y que durante la estación de lluvias discurrió hacia las fuentes de agua, poniendo en riesgo el uso humano y animal e impactando sobre la biodiversidad y las funciones ecosistémicas.

El alcalde de Roboré, José Eduardo Días, cree que ahora el municipio está pagando el precio de la factura que causaron los incendios de la última década.

Años atrás —recuerda—uno sabía en qué fecha iba a llover, teníamos segura nuestra siembra. Hoy, los caudales de los ríos han disminuido, como también las nacientes que abastecían para el consumo humano.

El cambio climático nos afecta. Tampoco supimos valorar las cabeceras de los ríos. Tenemos ocho ríos en nuestra jurisdicción, pero no abastecen. Hoy estamos pagando las consecuencias”, lamenta.

El presidente de la Asociación de Ganaderos de Roboré, Ángelo Armando Escobar, dice que la sequía y las heladas están golpeando ferozmente a su sector: “No hay agua y no hay alimentos para el ganado. Empezó la sequía anticipadamente y con eso se reduce la materia verde, que es la comida de los animales”.

Ángelo Armando coincide en las mismas causas de este desastre: “La deforestación cada vez más pronunciada en las cuencas donde están las nacientes de los ríos, el desmonte descontrolado”.

El ganado —lamenta– con menos agua para beber y alimentos para comer, es propenso a las enfermedades.

Cree que las soluciones podrían estar en cosechar el agua en época de lluvias y construir más atajados.

Víctor Hugo Chomantiare, bombero forestal de la alcaldía de Roboré, igual es de los que cree que las lluvias pueden ser la gran solución al problema de la sequía. Pero también sabe que los aguaceros son cada vez más escasos. Por eso es que él, bajo la trinchera del uniforme de bombero, está dispuesto siempre a defender al Bosque Seco Chiquitano, aunque eso le implique dormir con un ojo abierto, porque las experiencias de los últimos años, le han enseñado que los incendios pueden aparecer y expandirse el rato menos pensado.

***

El alcalde de San Rafael de Velasco, Jorge Vargas ya le ha puesto año al éxodo que tendrán que afrontar las personas que habiten dentro del Bosque Seco Chiquitano: “Para el 2040, vamos a tener que ver dónde irnos, porque el agua será un recurso muy caro de producir y de comprar. Es una situación seria”, ha dicho en su despacho, ubicado en una esquina de la plaza, dentro de una casona con patio en el medio y ventana hacia la calle.

A simple vista, el patio de la casa de Agustín Ramos parece un mercadillo donde se venden lavadores, turriles, baldes y botellas de plástico.

El agua, ese recurso vital para los seres vivos, ya se vende en el municipio de San Rafael, específicamente, en Miraflores, que es el epicentro donde cohabitan los nuevos habitantes que llegan a poblar el bosque Chiquitano.

“A río revuelto, ganancia de pescadores. Hay gente que está lucrando de esta situación”, dice el alcalde, refiriéndose a que, algunos vecinos que tienen pozos artesianos en sus casas, venden el agua a los pobladores cuando ésta escasea y las cisternas que envía el municipio tardan en llegar.

Revela que hay una avalancha de nuevos habitantes, antes habían 21 comunidades en el municipio, ahora hay más de 150 y que la mayoría llegan para asentarse en tierras de vocación forestal permanente, para dedicarse a la agricultura en tierra que no es apta para sembrar.

“Hemos sufrido cuatro avasallamientos dentro del Área Protegida Municipal Reserva San Rafael. Estamos haciendo denuncia penal para el desalojo”, ha enfatizado.

Dentro del área protegida, tal como lo ha señalado el alcalde Jorge Vargas, existen evidencias de asentamientos: algunas chozas por aquí y por allá dentro de desmontes y muy poca presencia de seres humanos. Tres hombres que estaban refugiándose del sol bajo un techo de calamina, contaron que es difícil vivir todos los días en un lugar donde hay escasez de agua. Por eso, muchas familias viven en Miraflores y de ahí suelen ir a ver sus chaquitos donde sembraron maíz que, a causa de la sequía, no ha llegado a madurar.

“En Miraflores, el número de familia subió de 86 a 220. Es un lugar de llegada, de ingreso a las nuevas comunidades”, detalla el alcalde que, para salir de la crisis del agua, propone que se debe realizar un estudio de las cuencas para hacer cosecha de agua en diferentes puntos estratégico en toda la Chiquitania. Además, sugiere que se realice un estudio del subsuelo para perforar a grandes profundidades, para ver si existe la capacidad de encontrar agua debajo del precámbrico, de ese manto de roca que existe dentro de la tierra.

Hay que hacerlo antes de que sea tarde —exige— porque el 2040 está a la vuelta de la esquina.

***

La producción a gran escala, presente dentro del Bosque Chiquitano.

Foto: © WWF-Bolivia / Revista Nómadas.

Los caminos que llevan a la Tierra Comunitaria de Origen (TCO) Monteverde, atraviesan el bosque Chiquitano sobre colinas parsimoniosas dentro de la provincia Ñuflo de Chávez y los municipios de Concepción, San Javier y Guarayos y se extienden sobre un territorio de 947.000 hectáreas, o su equivalente a 9.470 kilómetros cuadrados, un territorio que supera el tamaño de Puerto Rico.

Pero la realidad es otra, él es el presidente de Palmeras y decidió hacerse de decenas de recipientes porque se considera un hombre listo para tener a mano todos lo que pueda servir para almacenar agua.

San Pablo Norte es una de las comunidades donde, en una de sus casas de madera vive Reinalda Flores Palacios, que es dueña de unos ojos risueños que se entristecen cuando empieza a hablar de la problemática del agua.

En la comunidad hay un pozo donde extraen agua a través de una bomba manual, pero que no abastece a la demanda de las 70 familias que la habitan. Por eso, ya tomaron la decisión de emplear un viejo método que aplican cuando la sequía se pone insoportable:  colocan un candado al grifo para que nadie saque más de los 100 litros de agua que corresponde a cada vecino.

Vicente Chambi, vicepresidente de la OTB de la comunidad San Pablo, explica que cuentan con un motor para bombear agua, pero está archivado porque no vale la pena utilizarlo, debido a que, a los 18 minutos de funcionar, se seca el pozo totalmente, y tienen que esperar varios días para que vuelva a manar el líquido nuevamente.

“Necesitamos que nos perforen otro pozo, porque, además, aquí vienen a pedir agua de otras comunidades y no se les puede negar”, enfatiza la autoridad, que añade otra gran preocupación.

La sequía no es el único problema.  Los incendios forestales también les complica la vida.

La Investigación de Vulnerabilidad del Bosque y del Sistema de Vida de las Comunidades Chiquitanas ante Incendios Forestales 2019, realizada por la fundación Apoyo Para el Campesino-indígena del Oriente Boliviano (APCOB) ha concluido que los impactos biofísicos de los incendios del año 2019 en la Chiquitania han demostrado que partes de las TCO Monte Verde y Lomerío han sido afectadas gravemente.

El estudio revela que “una causante de los incendios del año 2019, su extensión superficial enorme y la alta severidad en varias regiones, era la sequía prolongada e intensa, que proporcionaba condiciones de estrés hídrico de la vegetación y un resecamiento del combustible, de materia leñosa y de la hojarasca acumulada. Los meses de junio hasta septiembre no se había registrado prácticamente ninguna precipitación y la temperatura estaba hasta 2,6 ºC más alta que normal en la zona de Concepción. Los datos históricos de precipitación y temperatura de las estaciones meteorológicas muestran desde 1981 una tendencia a sequías más frecuentes, más largas y más intensas, describiendo una tendencia relacionada con el cambio climático global, que seguirá agravando la ocurrencia de sequías y con los impactos ambientales y socio-económicos en el futuro”.

El estudio también pone en claro que los incendios tienen un impacto inmediato sobre los ecosistemas como la pérdida de la biomasa, en la flora y fauna, la contaminación de las aguas superficiales del aire.

La Evaluación de Impactos Ecológicos en Áreas Afectadas por Quemas e Incendios en Amazonía, Bosque Seco Chiquitano y el Pantanal boliviano, reveló que, durante el 2019, los incendios afectaron más de 4,3 millones de hectáreas, cuyas llamas se propagaron sobre 13 tipos de vegetación y los afectados en mayor extensión fueron el Bosque Chiquitano (1,3 millones de ha), los campos y sabanas del Cerrado (940.757 ha) y el Abayoy (769202 ha); representando el 70.6% del total de la superficie quemada.

El estudio aclara que, si bien estos tipos de vegetación fueron los más afectados en extensión territorial, de acuerdo con el análisis de severidad de quema, el Abayoy (uno de los ecosistemas menos conocidos del país) y el Bosque Chiquitano Transicional al Chaco, resultaron los más dañados, ya que, a un año de la ocurrencia de los incendios, la flora, fauna de vertebrados y abejas polinizadoras, aún no habría conseguido recuperarse.

Entre otras de las revelaciones, está el dato de que del total de la cobertura vegetal que resultó significativamente modificada en estructura y composición de especies, fruto de los incendios, el 30,8% ocurrió en áreas con alta humedad vegetal, por lo que, en la actualidad éstas se encuentran con alto riesgo de perder la función ambiental de la conservación de humedad, recurso altamente relevante y escaso en la región.

El informe Medios de vida de comunidades chiquitanas, y su vulnerabilidad ante los incendios forestales, realizado el 2022, realizada por APCOB, destaca que “si bien no es percibido directamente el cambio climático está afectando en la escasez de agua en las comunidades, esto puede reflejarse en las comunidades de Monte Verde: Río Blanco, San Pablo Norte, El Rancho.

A 15 kilómetros de San Pablo Norte, Girca Mendoza está sentada a un costado de una cocina a leña que ha encendido cerca de su casa, construida con paredes de madera y techo de palma de motacú.

Ella es la primera cacique de la comunidad Nokoborema, también dentro del Territorio Indígena Originario Campesino (TCO) Monte Verde, y que se encuentra a 57 km de Concepción. Las 25 familias que conforman la comunidad, decidieron instalarse en ese lugar para convertirse en guardianes del bosque, debido a que vieron que existen constantes amenazas de los avasalladores de tierras que quieren ingresar dentro de la TCO.

Pero no todas las familias viven en Nokoborema. Muchas se acobardaron de que el agua sea un bien difícil de conseguir, que debían de ir a solicitarla a una propiedad privada que se encuentra a ocho kilómetros.

Ante esa situación, lograron cavar un pozo de 120 metros de profundidad, pero que fue un esfuerzo inútil porque nunca lograron encontrar agua. En un segundo intento, perforaron otro y cuando estaban por los 170 metros sintieron el alivio de que el agua empezaba a brotar a borbotones.

“Hay comunidades campesinas interculturales, afuera de la TCO, muchas de ellas ya cuentan con agua, lograron la ayuda estatal antes que nosotros”, se queja Girca, mientras atiza el fuego donde preparará su almuerzo a base de maíz.

Una de esas comunidades campesinas a la que se refiere Girca Mendoza, es Fortaleza, cuyo presidente es Daniel Maiqueno Arce, un hombre de edad madura que llegó de San Julián, empujado por la necesidad de conseguir un terreno donde pueda producir alimentos para sustentar a su familia.

El 2007 fundamos Fortaleza. Estamos luchando por la tierrita que tenemos. Poco a poco fuimos abriendo caminos. Ahora tenemos un pozo de 65 metros de profundidad que conseguimos con apoyo del Gobierno, y que funciona desde hace un año. El agua es rica, se la puede tomar. Cuando se secan los atajados, sirve para el ganado también. Más bien que, gracias a Dios, fue rápido que conseguimos el pozo”, dice Daniel Maiqueno, que está rodeado por algunos de sus vecinos que llegaron de sus chacos donde producen yuca y frejol, maíz y joco, zapallo y guineo, camote y tomate.

A cinco kilómetros de la comunidad Fortaleza, en la colonia menonita Campo San Miguel Gruenwald, nadie se queja de la falta de agua ni de la sequía, ni de que la siembra no germina por falta de un adecuado riego.

Aquí, la vida fluye como si estuviera dentro de una burbuja alejada de los dramas ambientales que soportan las comunidades indígenas y campesinas, los ganaderos y algunos productores de la ecorregión chiquitana y del pantanal.

Los líderes de la colonia donde viven 40 familias menonitas, dicen que no quieren dar una entrevista grabada porque sus creencias no les permite que sus voces queden registradas, pero aceptan conversar y que Nómadas realice un recorrido por las 500 hectáreas que pertenecen a Campo San Miguel Gruenwald.

Uno de ellos, el que se presenta como Abraham, cuenta que a un comienzo gastaron mucho dinero en pozos para conseguir agua. Que uno solo les costaba hasta 10.000 dólares, que eso les estaba dejando sin recursos, que después, aprendieron a perforarlos ellos, utilizando la fuerza de siete caballos y elaboraron las herramientas necesarias para perforar el interior de la tierra.

Pero eso no fue todo. También implementaron un sistema a base de molinos de viento para extraer el agua sin la necesidad de utilizar un motor eléctrico, porque en la comunidad no existe energía eléctrica.

En toda la colonia existen 20 pozos, lo que significa que el 50% de las familias cuenta con una fuente de agua en su propio patio. El que no lo tiene —dice Abraham— es socorrido por sus vecinos porque la solidaridad prima entre todos.

Aquí no se sufre de agua. Hay agua año redondo. En otros lugares padecen problemas de agua porque esperan que el Gobierno les haga pozos. Nosotros somos independientes”, ha dicho un Abraham sonriente, que camina por su establo, mientras su esposa y sus hijos ordeñan a las vagas antes de que el sol se acueste y empiece a reinar la noche sin ninguna pizca de luz que provenga de una fuente de energía eléctrica.

***

Dos capiguaras mojan sus cuerpos en uno de los últimos bolsones de agua que quedan en la laguna Cáceres. Pronto tendrán que buscar refugio en los escasos humedales que se cuentan, con los dedos de las manos, dentro de los municipios de Puerto Suárez y de Quijarro, del departamento de Santa Cruz. Si la sequía les impide salir a tiempo, algún vecino del barrio Los Ángeles puede que salga en su auxilio y las carguen en una moto cuadratrac para llevarlas a uno de las pocas lagunas que van quedando.

Dentro del área protegida, tal como lo ha señalado el alcalde Jorge Vargas, existen evidencias de asentamientos: algunas chozas por aquí y por allá dentro de desmontes y muy poca presencia de seres humanos.

Richard Méndez está parado en la orilla de lo que queda de la laguna Cáceres. “El amplio espejo de agua no aparece por el horizonte. Hace dos años empezó la debacle”, dice este hombre que es presidente de la Cooperativa de Pescadores German Busch de Puerto Suárez y también presidente del Comité de Gestión del Parque Nacional Otuquis.

Él sabe que el Pantanal boliviano es uno de los más importantes del mundo, que es sitio RAMSAR de interés internacional y que la laguna Cáceres, que se encuentra en los municipios de Puerto Suárez y Puerto Quijarro, conectaba, en los tiempos cuando tenía agua, con el río Paraguay y que, en sus mejores tiempos, el espejo de agua llegó a tener cerca de 200 km2 de extensión.

Nos hemos quedado sin nuestra principal empresa, que era la laguna Cáceres. Era nuestro centro de pesca. También se han secado las pozas que habíamos construido para criar peces y que se iban a alimentar de la bahía”, lamenta Richard Méndez.

En el barrio Los ángeles, de Puerto Suárez, ya no existe ese alborozo que existía en los buenos tiempo de la pesca. Ahora, las lanchas que antes utilizaban los pescadores, están boca abajo en los patios de las casas.

Joaquín Hurtado, gerente de la Cooperativa de Agua La Porteña, de Puerto Suárez, pinta la realidad sin ocultar el tamaño del problema: “Ha disminuido el agua del río Paraguay y de la laguna Cáceres y eso, como es un ecosistema, ha repercutido también en el nivel de lluvias y eso afectó la recarga de nuestros pozos subterráneos de los que abastecemos de agua a la población”.

Para paliar el problema, dice que, Gracias a Dios, la Gobernación de Santa Cruz y el municipio de Puerto Suárez ayudaron a perforar pozos, que están listos para cualquier emergencia y que también han adquirido una cisterna para abastecer a las comunidades que tienen falencias de agua.

La laguna Cáceres, carente de agua como está, es una de las muestras que hace la naturaleza para explicarle al mundo que la salud del planeta tiene dificultades y existe todo un ecosistema que necesita que los seres humanos vivan en armonía con el medioambiente.

Si uno recorre lo más de 100 km que existe entre Puerto Suárez y Puerto Busch, puede ingresar al universo del Parque Nacional Otuquis, que con una extensión de 1.022.423,531 hectáreas, se convierte en una de las áreas protegidas más grandes de Bolivia y de importancia internacional al tener, también, la categoría de sitio RAMSAR.

El Otuquis, está ubicado al sureste del departamento de Santa Cruz (Bolivia), en las provincias Cordillera y Germán Busch; en los municipios de Charagua, Puerto Suárez, Puerto Quijarro y Carmen Rivero Tórrez. Una de las puertas de entrada a este universo de belleza natural, es por Puerto Suárez, por una ruta de tierra que lleva a Puerto Busch.

En el trayecto, la majestuosidad del pantanal y de sus habitantes silvestres a veces aparecen el rato menos pensado. Las capiguaras reposan al sol, al costado del camino, con su pelaje café recibiendo las caricias del viento. Los venados de pantano son esquivos a la presencia humana. Apenas uno puede verlos un par de segundos porque tras que sienten algún ruido, apuran sus pasos elegantes hacia las entrañas del Pantanal.

Las huellas del fuego están en las cortezas de muchos árboles. Han quedado las cicatrices negras de los incendios forestales. La Evaluación de impactos ecológicos en áreas afectadas por quemas e incendios en Amazonía, Bosque Seco Chiquitano y el Pantanal boliviano, realizado por la FAN para la WWF, reportaron que las áreas que fueron afectadas por las quemas e incendios dentro del Parque Nacional y ANMI Otuquis y alrededores, durante los incendios del 2019, abarcaron poco más de 390 mil hectáreas, representando así, el 38% de toda su extensión.

“La severidad de daños determinada para las áreas afectadas por las quemadas en esta región alcanzó niveles altos y extremos”, detalla el estudio, que también confirma que “las áreas quemadas en esta región poseen una alta recurrencia histórica de incendios, ya que, el 56% de esta superficie muestran una repetitividad de entre 9 a 12 eventos en los últimos 19 años y que el tipo de vegetación dominante en la región afectada por las quemas se caracteriza por inundarse estacionalmente, y estar permanentemente húmeda por la mayor parte del año, lo cual, facilita el proceso fotosintético y, por tanto, la rápida recuperación de la biomasa. Sin embargo, los daños producto de la alteración de los regímenes de incendios podrían estar ocasionando la degradación de la biodiversidad”.

Mientras los árboles y el resto de la vegetación trabajan silenciosamente en su resiliencia, las amenazas de nuevos incendios avanzan por el horizonte. Los guardaparques del Otuquis lo saben y por eso están atentos a cualquier llamado de la naturaleza a que vayan en su auxilio.

En el campamento de Puerto Busch, en la orilla del río Paraguay, un barquito metálico de otro tiempo observa el paso de los días, un superviviente de otras batallas a favor del medioambiente, un buque insignia que los guardaparques utilizaban como medio de transporte para observar los confines del Otuquis, cuando los efectos del cambio climático y de la deforestación y otros ataques perpetrados por las manos del hombre, aún no habían generado una crisis climática ni abierto las compuertas de la sequía.

La presente investigación ha sido elaborada por Revista Nómadas, con el apoyo de WWF Bolivia.

STAFF:

DIRECCIÓN Y TEXTOS: Roberto Navia. JEFA DE PRODUCCIÓN: Karina Segovia.EDITORA MULTIMEDIA Y DE RRSS: Lisa Corti. DISEÑO Y DESARROLLO WEB: Richard Osinaga.

©2022

MÁS SOBRE: EXPEDICIÓN AL EPICENTRO DE LA SED

Hay lugares, como Miraflores, entre las poblaciones chiquitanas de San José y San Rafael, donde el agua que se extrae de los bolsones profundos de la tierra—literalmente— ya se vende, como se vende el pan y la gasolina.

REVISTA NÓMADAS

UN LUGAR ÚNICO EN ESTE MUNDO, PARA HISTORIAS ÚNICAS

Te contamos desde el interior de los escenarios de la realidad, iluminados por el faro de la agenda propia, el texto bien labrado y la riqueza poética del audiovisual y de la narrativa sonora, combinaciones perfectas para sentir el corazón del medioambiente y de los anónimos del Planeta.

nomadas-collage