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ESPECIALES

Vista panorámica del Valle de Tucabaca, desde el mirador que se encuentra a la salida de Santiago de Chiquitos.

Los bosques del Tucabaca absorben la contaminación que producen 832.000 personas de una ciudad

El valle tiene una extensión de 262.000 hectáreas y a pesar de que la deforestación ya se ha metido dentro del área protegida, es capaz de depurar los tóxicos que producen en las urbes.

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Roberto Navia

Periodista

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Clovis de la Jaille

Fotógrafo

20 de diciembre de 2021

La reserva de Vida Silvestre Municipal y Unidad de Conservación del Patrimonio Natural Tucabaca —que tiene una extensión de 262.000 hectáreas y que se encuentra en el municipio cruceño de Roboré del departamento de Santa Cruz—, mitiga cada año 1.698 millones de toneladas de dióxido de carbono (CO2), equivalente a las emisiones de 832.000 habitantes de Bolivia.

Es decir, toda la contaminación ambiental que produce casi un millón de personas en su vida diaria lo purga la vegetación del Tucabaca de manera silenciosa, imperceptible, pero vital para la vida del planeta, según lo asegura un estudio de 2019 realizado por el Museo de Historia Natural Noel Kempff Mercado, la Fundación Amigos de la Naturaleza (FAN) en el marco  del proyecto ECCOS de la FCBC.

Para entrar al corazón del Valle hay que bajar por un camino de tierra y ripio, parecido a esos circuitos de rally. Es hermoso sentir muy cerca los brazos de los árboles.

Y no solo la ciencia comprueba este beneficio planetario.

Solo hace falta estar cobijado por la vida milenaria de la vegetación para sentir el aire puro y fresco que recorre la piel. Incluso, la relación con el bosque empieza mucho antes, cuando uno sube al mirador que está pletórico y firme a la salida de Santiago de Chiquitos, el pueblo custodio de este universo natural que desde estas alturas uno descubre que las sumas de los árboles forman un mar inmenso y verde. El cansancio que provoca el ascenso por una senda empinada se desvanece tras la primera mirada por ese horizonte nuevo. Todo va bien allá abajo. Por lo menos eso parece. Pero si uno detiene la mirada, si la agudiza y se esfuerza en encontrar los detalles, podrá ver un puñado de cuadrículas grises, como parches encima del lomo de un animal.

Para entrar al corazón del Valle hay que bajar por un camino de tierra y ripio, parecido a esos circuitos de rally. Es hermoso sentir muy cerca los brazos de los árboles. El sol está anclado en un cielo sin nubes y la vegetación está firme y de pie, como si el calor fuera solo un problema para los humanos. El escaso tráfico de motorizados se reduce a motocicletas de vez en cuando, a tractores bajo la conducción de agricultores vestidos con pantalones vaqueros o, en el caso de los menonas, con overol y camisas manga largas. Saludan con las manos.

Un letrero despintado por los solazos de los años hace notar que empieza el Área Protegida. En teoría aquí la expansión de la frontera agrícola no tiene privilegios como ocurre en otras partes de la Chiquitania, que la biodiversidad está protegida por la coraza de la ley y que el tráfico de tierras y de vida silvestre son declarados enemigos.

Las huellas de los desmontes dentro del Tucabaca

Pero eso ocurre en teoría.

En el trayecto se evidencian desmontes antiguos y también actuales. El corazón de la vegetación muerta aún late en el pecho herido del Tucabaca, No es una tala esporádica, una parcela pequeña. La deforestación avanza como una liebre camuflada siempre por esa cortina de humo que son esos cuántos árboles que dejan en la orilla vertical del camino para camuflar de que aquí todo está bien, que se cumplen las escrituras de la ley del hombre.

A tres horas del viaje aparece Agua Negra. Es como una inmersión al mejor pasado de la vida. Dos casetas telefónicas de Cotas recuerdan que el mundo no siempre vivió tan a prisa y pendiente de un celular por el que uno se puede comunicar con París en tiempo real, pero que aún hay lugares, como éste, donde el móvil aún no aparece por el horizonte. “Aunque a veces” —dice Caroline Heredia— se lo necesita cuando alguien se pone mal de salud.

El sol está anclado en un cielo sin nubes y la vegetación está firme y de pie, como si el calor fuera solo un problema para los humanos.

Aquí se llama así porque el lecho del río es de color negro y da la sensación de que el agua es negrita como noche sin luna. A Caroline le gusta conversar bajo la galería de su casa de campo adornada con macetas donde cultiva plantas de jardín. Está orgullosa de los arreglos que le hizo a su cocina donde además de tener hornillas a gas, también tiene un sistema que funciona a leña como en los tiempos de sus padres cuando se la encontraba por todos lados.

Ahora ya no —lamenta— porque el bosque se va quedando sin leña.

Este año hubo momentos duros. Similares a los del 2019 cuando los bosques de Bolivia ardieron sin contemplaciones. Lo más grave —cuenta— además de los incendios, fue la sequía de tres meses que les obligó a caminar hasta el río al que se demora media hora en ir, pero al retornar, con los baldes llenos de agua, una hora o dos. Eso sí, acompaña un paisaje fantástico: robles y morados, momoquis y tararas despuntan con sus copas donde a veces descansan el tapacaré y la pava pintada, las perdices y el socori. Un canto de ave repica como sonido de campana y entonces el calor infernal del Bosque Seco Chiquitano deja de ser el personaje principal en esta película de sequía y de sed profunda. En los humedales del bosque profundo —cuentan los más antiguos de Agua Negra — todavía se puede ver al Patito pun pun, que es más común avistarlo por el municipio de Concepción, una extraordinaria especie que —según lo describe la Guía de aves de Alta Vista de la FCBC— habita en “humedales, lagunas pequeñas y arroyos en bosque alto dentro de tierras bajas. El plumaje: blanco por la parte anterior y plomo en la posterior, siendo ligeramente más oscuro en las alas y cola. El cuello, blanco con líneas negras, corona negra con línea posocular del mismo color”. Los machos —según la Guía, tiene la cara blanca y el pico negro; las hembras, mejillas marrones a cobre y el pico rosado.

En Agua Negra se quejan de que las parcelas ya quedaron chicas y que les cuesta que las autoridades les den autorización para tumbar más monte. Dicen que la ley no es pareja porque hay haciendas que deforestan a diestra y siniestra en plena área protegida. Una mujer cuenta que su marido fue contratado para alambrar la propiedad y que ella trabajó de cocinera, que en esa propiedad las cosas ocurrían a tres kilómetros de distancia del portón que casi siempre estaba cerrado, que el dueño era un brasilero que terminó alquilando la tierra nueva a un menona que empezó produciendo maíz y que a los pocos años se degradó el suelo y solo le quedó sembrar pasto donde antes había árboles únicos en su especie que eran capaces de soportar más de seis meses de sequía al año.

El otro día ha llovido y la gente ha dejado de mirar el cielo con insistencia. Lo venían haciendo desde hacía meses para husmear si los colores de las nubes anunciaban posibles aguaceros. El otro día ha llovido pero el calor no se ha ido, ni se irá, aunque el calendario, de aquí varios meses, diga que ya es invierno.

El escaso tráfico de motorizados se reduce a motocicletas de vez en cuando, a tractores bajo la conducción de agricultores vestidos con pantalones vaqueros o, en el caso de los menonas, con overol y camisas manga largas. Saludan con las manos.

Por eso Caroline Heredia hizo en su galería un pequeño bosquecito con plantas nativas ornamentales de la Chiquitania. Las ha puesto en macetas de buen tamaño y ahí se sienta a contemplar la tarde.

La tarde, en Agua Negra, se mueve lenta y tranquila. Aquí, la gente todavía compra las tarjetas para hablar por una cabina telefónica como hacía dos décadas eran el último grito de la moda en las ciudades del país. La preocupación mayor es la salud. La gente acostumbra a decir: “Si estamos sanos, todo está bien”. No es para menos, el hospital más próximo está en Roboré, es decir, a tres horas en vehículo.

En Roboré, hay una mujer que dedica su vida a la lucha por el medioambiente. Su nombre es Zoila Zeballos y el 28 de noviembre renunció irrevocablemente a la presidencia del Comité de Gestión del Valle de Tucabaca. Su salida fue empujada por la no contratación de los miembros de protección del área protegida por parque de la Gobernación de Santa Cruz. Considera que eso significa un atentado directo a la seguridad del Área Protegida. Por eso, afirma que decidió una honrosa retirada en la batalla que emprendió desde hace varios años.

A comienzos de noviembre, había afirmado a Nómadas: “Estamos declarados en estado de emergencia desde hace tres meses porque se dieron una serie de asentamientos en el municipio de Roboré y en otras zonas. Existen 40 nuevas comunidades dentro de todo el territorio y el valle de Tucabaca no es la excepción. En la zona de amortiguación del valle, donde tampoco están permitido la incursión de colonos, ya existen comunidades con resoluciones bajo el brazo”.

La naturaleza se abre paso y brota la esperanza.

Eso es lo primero que dijo. Estaba sentada en el patio de su casa y desde ese su refugio familiar había adelantado que el Comité de Gestión que dirigía aquel momento, realizaría una demanda al INRA, por incumplimiento de deberes y abuso de autoridad, porque “han dado resoluciones de asentamientos en lugares que no corresponde”.

—Ya no podemos seguir llorando, quejándonos. Vamos a tocar las puertas de la justicia para defender nuestro territorio— había dicho Zeballos, que tiene 47 años de edad, tres hijos y un nieto.

Ella tiene varias batallas libradas en procura de proteger al bosque. Hace tres años, junto a otros dirigentes de Roboré, había logrado expulsar a una supuesta comunidad que se hacía llamar Túpac Amaru, que estaba dentro de Tucabaca.

Fue en septiembre del 2018 cuando ocurrió la incursión de Túpac Amaru. Dejaron un panorama literalmente desolador, un funeral ecológico en plena selva. Con un tractor y una oruga habían abierto un camino de tres kilómetros de largo por 18 metros de ancho y a los costados parcelaron 33 propiedades de una hectárea cada una y tumbaron todo lo que encontraron a su paso. En total, 55 hectáreas de bosque derribado, convertido en varios ríos de cenizas.

El alcalde de Roboré de aquel año, Iván Quezada, había confirmado de que se trataba de un asentamiento humano compuesto por 33 familias oriundas del departamento de Cochabamba. Pero no solo descubrió eso, sino que los autores del desmonte del bosque llegaron con documentos bajo el brazo: una resolución del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) y una autorización de desmonte por parte de la Autoridad de Bosques y Tierras (ABT).

Las autoridades municipales de Roboré de aquella época, también revelaron el 2018, que la zona del asentamiento se encuentra dentro de las 24.000 hectáreas del área declarada forestal municipal mediante resolución ministerial en 2006, territorio al que en diciembre del 2017 se le puso otro ‘candado’ para protegerlo: la Alcaldía aprobó la ley municipal 059/2017 que eleva esa zona a reserva ecológica.

Esa misma comunidad que fue expulsada por el Comité de Gestión del Valle de Tucabaca —según Zoila Zeballos— ha conseguido otra resolución y se ha asentado dentro la zona de amortiguación del valle, y que también hay otra comunidad que se llama Morales y otra más que tiene el nombre de 25 de Octubre.

Puesto de control a la salida de Santiago de Chiquitos, camino a Tucabaca.

Además, reveló que hay resoluciones aprobadas para que se asienten dos comunidades dentro del área protegida.

Así, Zoila Zeballos pasaba sus días en un tire y afloje. Hasta ahora, tiene en su cuenta haber logrado expulsar a ocho asentamientos de interculturales. Pero una de ellas: Villa San Lorenzo, también retornó nuevamente. Está ubicada a dos kilómetros de la carretera entre Roboré y San Lorenzo Nuevo. Ahí hay un letrero y una que otra casucha sin habitantes. Eso sí, el lugar está deforestado. El daño al medioambiente está consumado.

En el trayecto se evidencian desmontes antiguos y también actuales. El corazón de la vegetación muerta aún late en el pecho herido del Tucabaca, No es una tala esporádica, una parcela pequeña.

La Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano (FCBC) expresó su preocupación por la situación que está atravesando la Reserva de Vida Silvestre Municipal y Unidad de Conservación del Patrimonio Natural Tucabaca, debido a “la no contratación de miembros del cuerpo de protección que tienen más de una década de experiencia de trabajo en este espacio de conservación, quienes han sido fortalecidos en sus capacidades de manera constante y han demostrado compromiso por la protección de sus espacios naturales; asimismo, por la desatención, por parte de las autoridades del Gobierno Departamental de Santa Cruz y el Gobierno Municipal de Roboré, a las preocupaciones y observaciones del Comité de Gestión del Área Protegida Tucabaca, que trajo como consecuencia la renuncia de la Presidente del Comité de Gestión”.

La FCBC —puntualizó— con la misión de promover la convivencia armónica entre la sociedad y la naturaleza del Bosque Chiquitano, a través del conocimiento, valoración y conservación de su patrimonio natural y cultural, fue parte del proceso de creación y fortalecimiento de la gestión del área protegida Tucabaca, y vela por la conservación de este importante espacio natural; así también, por la protección de las otras áreas protegidas dentro del Bosque Chiquitano y sus ecosistemas vinculados.

En este sentido, hizo un llamado a la responsabilidad de las autoridades departamentales y municipales, recordando sus compromisos con las comunidades, representantes de la sociedad civil, y otras instancias, de trabajar y velar por el patrimonio natural y cultural que alberga el departamento.

Las parabas sobrevuelan el bosque del Tucabaca.

La presente publicación ha sido elaborada por la Revista Nómadas en coordinación con la Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano, con el apoyo financiero de la Unión Europea. Su contenido es responsabilidad exclusiva de los autores, y no necesariamente refleja los puntos de vista de la Unión Europea.

MÁS SOBRE EL BOSQUE SECO CHIQUITANO

La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), reunida en el Congreso Mundial de Marsella, ha emitido una resolución para pedir a los gobiernos del mundo —entre ellos al de Bolivia— priorizar la protección de los Bosques Secos Tropicales de Sudamérica, entre los que se encuentra el Bosque Seco Chiquitano, golpeado por la deforestación, los avasallamientos, los incendios, la contaminación minera, los hornos productores de leña y la pérdida de biodiversidad.

Esta es una entrevista para conocer la majestuosidad del Bosque Seco Chiquitano, para llorar agarrado de la esperanza, para amar este pedazo de planeta y para sumar voces y fuerzas en una defensa que no espera muchos mañanas.

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